martes, 12 de diciembre de 2023

(Proyecto PMP) Capítulo 10, sobre lo grande que es el mundo para un pollo

Azeban no entendía lo que estaba pasando. Donde se encontraban, por qué había cochinos por todos lados, por qué Ban estaba alelado como si le hubieran dado un sopapo en la cara...

Pero entendió la palabra “miedo” entre todo el remolino de sonidos a su alrededor, a pesar de que aún tenía legañas en los ojos y niebla en el cerebro. Su amigo parecía haber caído prisionero de sus garras.

Su memoria extrajo una voz querida y añorada.

¡El miedo no sirve de nada!”

Mami, pensó con nostalgia.

¡No puedo dejar que mi hijo sea tan miedoso! Escucha, huir no es malo, pero siempre llega el día que no puedes escabullirte. ¡No puedes correr, no hay escondites! Entonces, ¿de qué te vale el miedo? ¡De nada! ¿Sabes lo que sí sirve? ¡La ira! ¡La rabia! ¡Machaca lo que te quiere hacer huir!”

Sacudió la cabeza en un intento de despejarse.

¡Yo te enseñaré a convertir el miedo en rabia!”

Mian Hua no advirtió que el mapache le hurgaba en la bolsa, de la que extrajo la poción roja. Azeban no podía enseñar sus técnicas de berserker a Bankiva y menos en ese estado, por lo que decidió probar una forma más directa. El pájaro no opuso resistencia a que las manitas le abrieran el pico y le echaran por el gaznate todo el potingue.

Esperó, restos de poción resbalando por las plumas del cuello.

El cambio fue lento. El plumaje se hinchó poco a poco, las pupilas se contrajeron, las patas apretaron el suelo. Los gallos no tienen un ceño que fruncir, pero Aze habría jurado que Bankiva estaba, de hecho, frunciendo el ceño. Casi esperaba que le salieran dientes para apretarlos. Un grito se estaba gestando con rapidez en su garganta. Sus primeros ecos atrajeron la atención de los demás.

¿Qué le pasa? —preguntó Pokimoni.

Mian Hua vio el frasco vacío y reconoció el brillo de las gotas en el fondo.

Oh. Supongo que es una forma de espabilarlo —opinó, diplomático. Petra no estaba tan contenta.

¿Se puede saber qué le has dado?

Un poción Sangre de Oso. Es... —explicó Mian Hua.

¡Sé lo que es! ¡Ay, madre cerda! ¡Si ni siquiera es un guerrero! —Azeban se escondió detrás de Mian Hua, acobardado y avergonzado— ¡Ya tenía el corazón lo bastante estresado! ¡Le podría dar un...!

Bankiva gritó. Escondidos entre los ecos, los mamíferos oyeron los vestigios de los antepasados del gallo, aquellos que habían dominado a los suyos en un tiempo ancestral. El pájaro aleteó y saltó, berreando como si se peleara con alguien que solo él podía ver.

¡Ban! Relájate, todo va bien... —intentó Mian Hua. Recibió un golpe de espolón en la mano. En circunstancias normales, un oso panda podría haber sentido ese ataque, si hacía un esfuerzo. Pero Bankiva, aún cegado de rabia, estaba usando Rayo Punzante de forma instintiva, un ataque muy preciso y rápido a puntos concretos del cuerpo que provocaba una fuerte sensación parecida a una descarga eléctrica. Mian Hua meneó la zarpa, dolorido. Bankiva se quedó quieto un segundo, mirándolo fijamente.

Ups...

El oso huyó del gallo, que lo persiguió por el bosque gritando incoherencias.

Eh, pollo.

Bankiva frenó en seco. Mian Hua, que acababa de subirse a un roble, reconoció en la voz la característica resonancia de Provocación. Pokimoni bajó la cabeza, los colmillos pegados al suelo, asentó las patas y esperó. El gallo se arrojó a por él y lo atacó como un furioso torbellino de plumas y queratina, directo a la cara.

Mian Hua y Azeban esperaban ver un choque mucho más violento. La cara de Pokimoni tatuada por los espolones, o a Bankiva reducido por la fuerza. En su lugar, el pájaro parecía estar atacando una estatua de mármol. El jabalí se quedó quieto con los ojos cerrados soportando los ataques como si fueran una ligera lluvia primaveral.

El ataque de Bnakiva perdió fuelle con rapidez. Tras un último picotazo, jadeó, trató de saltar para dar otro espolonazo, tropezó y quedó tendido en el suelo, agotado.

Agua —ordenó Pokimoni con calma. Azeban la fue a buscar a un arroyo cercano con el frasco de Sangre de Oso vacío y bien enjuagado. Cuando volvió, Ban estaba acurrucado en una gran raíz, respirando con normalidad. Bebió con ansia.

¿Mejor? —preguntó Pokimoni.

Sí... esto... —Bankiva miró a Mian Hua—. ¿Os he atacado?

Sí —afirmó Mian Hua con alegría, su voz carente de rencor alguno—. Estabas muy enfadado.

Ese miserable engendro de... —se le escapó al gallo, su rabia avivándose por un momento— No, tú no —le dijo a Azeban, que parecía cohibido—. Habría preferido algo más suave, pero estoy mejor que antes. Al menos pienso con claridad... ese cabrón... esto no va a quedar así.

Respira hondo y tranquilízate —ordenó Petra, severa—. Has tenido suerte. El mapachito te ha dado la dosis que corresponde a su peso, no al tuyo. Podrías haberte quedado tieso.

Si ya estaba tieso —Mian Hua le quitó importancia al asunto. Azeban se acurrucó contra él—. Ya que hablamos de eso... ¿qué ha pasado? ¿Puedes recordarlo?

Vaya si lo recuerdo. No lo olvidaré en la vida.



La rapaz era cuidadosa. Descendió en un par de ocasiones y, a pesar de que estaba seguro de no haber sido detectado, Bankiva no tenía tiempo de cerrar la distancia y verlo de cerca. Paciencia. No podía mantenerse en el aire de forma indefinida...

Ascendieron por la montaña, donde los árboles se hacían más pequeños y escasos y donde los arbustos eran más abundantes. El acceso era difícil y traicionero. Algunas cabras salvajes huyeron a la vista de la rapaz. Bankiva se mantuvo agazapado, esperando el momento de avanzar.

Volvió a aterrizar. A medida que se acercaba, Ban esperaba que volviera a emprender el vuelo, pero no lo hizo. Debía haber encontrado su nido, o guarida, o...

¿Campamento?

Había una tienda de campaña para uso humano, bien pegada a la pared de roca y asentada en una zona relativamente llana, carente de vegetación. Bankiva estaba a bastante distancia, tras el último arbusto, observando entre las ramitas. Por la cresta de su padre, menudo bicharraco. Le daba la espalda, una espalda ancha y blanca, y caminaba en dirección a una pequeña hoguera cuyo humo era llevado por el viento al otro lado de la montaña, haciendo que pasara desapercibido por los habitantes del bosque.

Había una persona sentada frente a la hoguera. La rapaz se acercó y depositó cerca lo que llevaba en el pico, un enorme hueso de mamífero, quizá una tibia.

¿Sabes? No te mataría que algún día me trajeras un cochino conejo o algo.

El gran pájaro sacudió el cuello. Cogió una roca con el pico y martilleó el hueso. Cogió una astilla y se la ofreció a la persona.

¿Después de tanto tiempo aún esperas que te diga que sí? —aunque sonaba irritada, había un deje de cariño en la voz. La rapaz movió las alas en un gesto muy parecido a encoger los hombros y se tragó la astilla. Lo mismo hizo con el resto del hueso, con una facilidad que a Bankiva le pareció escalofriante.

Parecía que, a pesar de sus quejas, la persona que atendía al fuego tenía su propia comida. Pudo oír el chisporroteo de las patatas al asarse.

Alargó un poco el cuello para ver mejor.

Todos los humanos son gigantes comparados con los dos palmos de altura de Bankiva, pero le pareció que esa mujer era especialmente grande. Tenía el pelo rojo recogido en un moño de una forma que al gallo, orgulloso propietario de una cresta, le pareció de muy buen gusto. Llevaba ropa gruesa reforzada con cuero.

Giró la cabeza. El movimiento puso en guardia a Bankiva. No había parecido natural. Pero estaba seguro de que no podía verlo...

Te han seguido, Ma.

La rapaz alzó la cabeza y miró alrededor. Bankiva se agazapó todo lo que pudo. Los ojos de la mujer se fijaron en el arbusto de una forma extraña. No lo veía, sabía que no lo veía. Pero de algún modo...

No sé qué quieres, pero te recomiendo que salgas o te vayas.

Bankiva podría haber huido montaña abajo. La seguridad de los árboles no estaba tan lejos. Pero no comprendía como lo habían descubierto. No quería irse sin averiguarlo.

Asomó la cabeza con vacilación. Los ojos del gran pájaro se fijaron en él, enormes, amarillos con un borde rojo. La mujer alzó una ceja.

¿Un pollo? ¿En serio, Ma? ¿Te ha seguido un pollo? —se rió. Ma no pareció ofendido, o divertido. No parecía nada. Solo miraba a Bankiva con la intensidad del sol de alta montaña.



¿Quién es la Cetrera? No me suena —preguntó Denise. Samanta se había sentado en la cantina del gremio para comer con tranquilidad. Cerca como estaba del resto de comensales, nadie advirtió su presencia. La gata estaba sobre la mesa, quizá esperando que sus grandes ojos verdes le proporcionaran un trozo de comida gratuita. Samanta no parecía molesta por ello.

No me extraña. El tipo de encargos que suele tomar no la llevan a ciudades periféricas como esta. Pero quizá hayas oído hablar de ella bajo otro nombre. ¿Antares?

No.

¿Desherradora?

La gata parpadeó.

Desherradora... —Samanta, divertida, esperó con paciencia—. ¿Rompeyunques?

Ajá. Sí que has oído hablar de ella.

Ahora me acuerdo, en un pueblo vecino, en una fragua maldecida. Oí esos dos nombres juntos. Un pibe contaba como en una apuesta alguien había partido un yunque por la mitad con una daga. No me lo creí, claro.

No, claro que no —respondió Samanta con una sonrisa que a Denise le pareció sospechosa—. El del tipo de gente cuyas hazañas suscitan rumores.

¿Como vos, Guante Gris?

Samanta no respondió.

Su nombre más conocido es Cetrera por que va acompañada de una rapaz que es su compañero de equipo. No es su nombre oficial, y nunca lo ha sido. Para empezar, ella no es su entrenadora. Y aunque así fuera, falta una pieza fundamental en ese nombre. Algo que no es una rapaz.

Su tenedor ofreció un trozo de pollo que nunca huyó a tiempo de su granja a Denise, que aceptó contenta.

Yo no soy tan buena, minina. La gente me conoce. Un pícaro bueno de verdad no permite siquiera que la gente sepa de su existencia.



¿Qué haces aquí? —preguntó la mujer. El gallo notó como sus ojos iban directos a los anillos de Guth en sus patas.

¿No puedo estar aquí? No es propiedad privada —a Bankiva se le daba bien aparentar tranquilidad.

Pollito, soy la primera a quien le gusta jugar —se puso de pie. Vaya si era grande, rozaba los dos metros de altura—. Pero no es un buen momento para ello, así que dejemos claro que no te he empezado a desplumar porque no me gusta comer animales que me dirigen la palabra. Pero tampoco me conviene dejarte ir y que cuentes por ahí que nos has visto. Ayúdame a decidir que puedo ser generosa contigo. ¿Me entiendes?

Bankiva miró a la rapaz, quien estaba tan quieta que podría haber pasado por disecada. Sus plumas se mecían a la brisa. Luego volvió a mirar a la mujer. Oh, qué ganas tenía de ser sarcástico y mordaz. Hacerse el gallito. Pero esa parte de su personalidad, que solía ser dominante, fue placada, derribada y molida a palos por todas sus otras facetas, especialmente la que deseaba sobrevivir a toda costa. No podía ganar. Sabía que no podía.

Sí —casi escupió la palabra.

Bien, empecemos de nuevo. ¿Qué haces aquí?

Investigar. Me han enviado para saber quién era él y qué hacía aquí —señaló con el pico a Ma. De nuevo, el gran pájaro no se movió.

¿Quién te ha enviado?

El jefe de la montaña, el jabalí Pokimoni.

La mujer lo miró con fijeza.

Mis fuentes no decían que tuviera a su mando un pícaro lo bastante bueno como para seguirnos. Para que te fíes, ¿eh, Ma? Claro, te lo podrías haber inventado. Pokimoni es bastante infame.

¿A quién más le va a importar que merodeeis por aquí? Le preocupan sus jabatos, eso es todo.

A quién, en efecto —se acercó más. No corras, se dijo Bankiva. No llegarás vivo al bosque—. Esos anillos son caros. ¿Robados?

Una “muestra de buena voluntad” de la jefa de los ladrones de la ciudad al pie de la montaña. Es largo de explicar.

¿De Sam? —Bankiva trató de no perder los estribos. El nombre había despertado una reacción en ella, aunque no supo identificar cual—¿Te ha enviado ella?

Te repito que ha sido Pokimoni. Si me lo hubiera pedido ella la habría mandado a paseo.

¿A paseo? ¿A Samanta? ¿No acabas de decir que te regaló esos anillos?

Sí, ¿y qué? —Bankiva hinchó las plumas, indignado— ¿Se supone que eso tiene que comprarme? Hace ver como si estuviera de nuestro lado con esa sonrisita como si lo tuviera todo controlado, pero a mi no me engaña.

La risa de la mujer lo sobresaltó.

Sí, creo que conoces a Samanta de verdad. Suena a ella —se puso la mano en la boca, en gesto pensativo—. Supongo que tendré que creerte. No me conviene nada asar a un amigo de la Daga Gris.

Creía que era Guante Gris.

Ah, sí, ahora tiene un nombre más respetable —se encogió de hombros. Miró al gallo. Luego a un punto situado un poco más a la izquierda. Hizo gestos con la mano, muy concretos, muy rápidos. Luego, negó con la cabeza. El gallo no entendía nada.

La mujer insistió con sus gestos, su ceño fruncido, severo. Suspiró.

Entonces lo vio, como si hubiera aparecido en el instante en que había parpadeado. El gallo contuvo la respiración. No se había movido a gran velocidad. Había estado ahí todo el tiempo. Le estaba permitiendo que lo viera. Una sección del cuerpo estaba delante de él, gruesa como un puño. Daba dos vueltas a su alrededor. La punta de la cola estaba a su derecha. A la izquierda, vio el rostro de la muerte. Su reflejo le devolvía la mirada desde un ojo con pupila vertical.

Hubiera preferido que la mujer siguiera hablando. Ese silencio tan absoluto era insoportable. Su mente entró en un bucle donde se enfrentaban los pensamientos “debo huir” y “no puedo huir”.

La serpiente abrió la boca. Tenía dos colmillos largos y finos como agujas que se desplegaron desde el paladar. Dejó que una sola gota de veneno pendiera frente al pico de Bankiva y permitió que cayera sobre la roca. Casi esperaba que humeara y la corroyera.

El gallo no se movió cuando los tres se fueron. Podría haberse quedado ahí paralizado durante días si los exploradores de Pokimoni no lo hubieran encontrado.



Lenguaje de signos.

¿Qué?

Lo que hacía la mujer con las manos. Es una forma que tienen los humanos para hablar con los sordos. El oído de las serpientes... —Mian Hua parecía listo para dar una larga explicación, pero no lo hizo. Pokimoni intervino.

Fueron inteligentes al dejarte ir. De lo contrario, habría sido una declaración de guerra contra la familia.

La verdad —discutió Mian Hua— diría que mencionar el nombre de Samanta fue lo que decidió el asunto.

Sin pretenderlo, eso hizo muchísimo daño al orgullo del gallo. La poción Sangre de Oso ya había perdido su efecto, pero seguía sintiendo una ira hirviente enterrada bajo su piel. Esa serpiente había jugado con él. No tenía por qué dejarse ver. Podría haberse ido sin que lo notara, demonios, podría haberlo devorado sin darle tiempo a decir ni pío, pero no. Había decidido humillarlo.

¿Inteligentes? No, don Pokimoni. Habían sido muy estúpidos por hacerle eso y dejarlo vivo. Hasta Woodrow pasó a un segundo plano en la lista de seres que el gallo quería ensartar con sus espolones. Nunca había sentido un odio tan... tan humano. Que Samanta lo hubiera salvado de forma indirecta lo hacía aún peor.

Azeban le dio un tímido abrazo. El pájaro gruñó, pero no se resistió.

Has hecho un gran servicio a la familia —afirmó Pokimoni.

No he llegado a sacarles qué están haciendo aquí.

Pero has traído información valiosa. Considero vuetra deuda saldada, hasta que nos traigais más dinero que proteger. La próxima vez intentaré que el encargo no sea tan peligroso.



Samanta Guante Gris estaba en su despacho trabajando a la luz de las velas. Aunque se tratara de tareas administrativas, siempre se sentía más cómoda currando de noche. El tipo de actividad que se le daba bien también era más adecuada para la noche.

Bankiva entró por la ventana. La ladrona en jefe no se alteró.

Acércate andando, ¿quieres? Si no, harás volar los papeles.

El gallo se plantó de un salto en el escritorio.

¿A qué debo el placer? Me consta que vuestro pago sigue seguro en vuestras manos. Patas. Ya me entiendes.

El gallo la miraba fijamente, más que de costumbre. Aunque no se le daba tan bien interpretar el humor de los animales comparado con el de los humanos, Samanta podía ver que estaba molesto. No, no molesto. Herido.

Necesito tu ayuda.

Bankiva tuvo que doblegar su propia voluntad para poder sacar esas tres palabras. Samanta alzó una ceja, su sorpresa genuina.

Si está en mi mano... —ofreció con una sonrisa— Pero seguro que sabes que no suelo hacer simples regalos.

Daga Gris.

Lo notó. Una pequeña chispa de placer alivió su atormentado interior. Samanta no se lo esperaba.

¿Donde has oído eso?

¿Cuanto vale esa información para tí?

Bastante. Quizá un buen puñado de coronas.

No quiero el dinero.

Silencio.

Bueno, sí lo quiero —se corrigió el gallo, para diversión de la ladrona—. Pero no es eso lo que quiero pedirte. Quiero... —vaciló.

Soy toda oídos.

El gallo rascó la madera con la pata. Samanta observó que dejaba atrás una breve chispa roja que conocía bien. Le faltaba algo de práctica, pero Bankiva estaba a punto de dominar la Marca de la Muerte.

No me basta con tratar de imitar. Necesito aprender. Quiero que me enseñes.

Samanta se inclinó sobre la mesa.

¿Técnicas de ladrón?

Técnicas de asesino.

Aunque no tenía todas las piezas, Samanta se hizo una idea bastante aproximada de lo que había ocurrido.

El mundo es un lugar muy, muy grande, ¿verdad?

Quizá demasiado para un ave de corral.


(ProyectoPMP) Capítulo 13, de como el pollo juega con arcos mientras el panda se desloma

  Bankiva inspiró. Saltó, llamó su arco en el aire. Expiró. Disparó dos flechas al mismo tiempo, en direcciones distintas. Alcanzaron la esp...