jueves, 26 de octubre de 2023

(Proyecto PMP) Capítulo 9, sobre la familia porcina

El alcalde Woodrow estaba de un humor excelente esa mañana. Sus negocios personales iban a pedir de boca y la economía de la ciudad estaba en un nivel lo bastante aceptable como para que las personas en las que delegaba el trabajo pudieran currar sin molestarlo a él.

Tener que reunirse con la indeseable de Samanta Guante Gris no iba a arruinarle el día.

—Ya nos han confirmado el objetivo—decía, sorbiendo un té exótico carísimo pagado con dinero del contribuyente—. Puedes enviar a tus rateros cuando quieras.

—Un 50% —masculló Samanta, quien tenía una parte del cerebro dedicada a imaginar de cuantas maneras podía matar a Woodrow en ese momento. Hasta ella misma se sorprendió de los muchos usos que podía tener una taza de porcelana si una era creativa.

—Estoy siendo generoso. Podríamos dejaros con un 30 % de la tajada. Este golpe no sería posible sin información facilitada por la administración.

Samanta también estaba calculando cuanto dinero perdería el Gremio a la larga si, por ejemplo, le clavaba el tenedor a Woodrow en la aorta. Estaba considerando si valía la pena pagar el precio.

Inspiró hondo. No convenía alimentar tanto las fantasías.

—Abrojo está de vuelta —cambió de tema.

—¿Quién? Ah, el grupito que formaron las bestias. Sí, mis espías ya me han informado. Ten paciencia, tendrás tu parte.

—Paciencia —repitió Samanta— ¿No fuiste tú el que les confiscó el dinero de sus ganancias antes de que siquiera llegaran a tocarlo? Y ahora, ¿qué? ¿Harás lo mismo?

—Por supuesto. ¿Qué van a hacer?¿Denunciarme? —sonrió burlonamente— No es como si lo necesitaran. Son animales, pueden vivir perfectamente en la calle.

Samanta sorbió su café sin azúcar.

—¿No te preocupa que se hagan populares?

—¿De qué hablas?

—Son novatos que ya han cumplido dos encargos que suman más de 100.000 coronas. Se están labrando una reputación que les hará ganar aliados.

—¿Y qué? —preguntó el desdeñoso alcalde—¿Qué estás insinuando, que se volverán contra mí? ¡Por favor! ¡Una orden mía y los tres acabarían en el menú del día del Gremio de Aventureros!

Samanta ocultó la sonrisa tras su taza de café. Estaba bien comprobar que Woodrow seguía siendo incapaz de ver más allá de sus prejuicios y que su elevada posición le tapaba la vista ante lo que se cocía en la base de su pedestal.

—A lo sumo —continuó el alcalde— han aprendido a recolectar el dinero de inmediato. Como si eso importara.

Samanta lo miró fijamente.

—Has mandado a tus matones.

—Mis asociados. Pero sí. Cobraremos ese tributo de un modo u otro. Tranquila, no les harán demasiado daño. Aún tienen que ganar mucho dinero para nosotros.

Se rió. Samanta guardó silencio, los oídos atentos. Alguien acababa de entrar apresuradamente en la cafetería.

Un lacayo del alcalde se acercó a la mesa. Sudoroso, jadeante y con pinta de preocupado.

—Ah, hablando del demonio. ¿Ya está hecho?

El hombre se acercó al costado del alcalde y le susurró algo a la oreja. Samanta disfrutó como una vaca al ver como la sonrisa satisfecha se convertía en una mueca. Se preguntó qué habría salido mal hasta que el propio Woodrow gruñó una sola palabra:

—¡Pokimoni!


Bankiva se acordó de la granja de Peabody y de sus cochinos. Esa piara era un desastre, con las cerdas alborotando y peleándose entre ellas cada vez que era la hora del rancho, a pesar de que Peabody era generoso con la cantidad y un miserable agarrado con la calidad. En cuanto a los machos, se pasaban el día tirados en sus corrales, contentos con engordar y engordar y de vez en cuando hacer su trabajo de traer más lechones al mundo, sin importarles como se acercaba el día en que se convertirían en salchichas.

—La familia os ha hecho este primer y único favor.

La voz era profunda, ronca y clara. De fondo se oían los alegres chillidos de los jabatos jugando, pero nada más. Las dos docenas de jabalíes que tenían alrededor se mantenían silenciosos, solemnes como si estuvieran en un lugar sagrado.

—Ahora, debéis elegir —prosiguió el líder de la piara, o familia, como él mismo la llamaba. Era grande, peludo y viejo. El único que estaba sentado—. Podéis iros con vuestro dinero, para no volver jamás. O podéis quedaros para formar parte de la familia.

Los cochinillos, ajenos a la seriedad de la reunión, se revolcaban y jugaban a pelearse a los pies del gran puerco, quien aceptaba pacientemente los empujones y ruidos. Normalmente, y hasta donde Abrojo sabía, los cerdos no participaban en la crianza de sus propios hijos.

—Deberéis lealtad y amor y estos os serán devueltos con creces. Tendréis mi protección y la de mis hijos e hijas, pero también vosotros deberéis contribuir a su bienestar.

Había algo en la forma en que hablaba que sugería que, si elegían irse, iba a sentirse muy contrariado. Y no convenía contrariar a ese tipo, cuyos retoños los tenían rodeados. Al menos, Denise no había exagerado al hablarles de su pericia marcial. Solo dos de esos jabalíes los habían acompañado desde el Gremio y no habían necesitado ayuda para humillar a los matones del alcalde. Toda la piara estaba compuesta por guerreros, de dos clases diferentes: Vanguardias y centinelas. Feroces atacantes y férreos defensores. Una poderosa combinación que había puesto en fuga a los bandidos, que los superaban en tres a uno.

—Es justo —opinó Mian Hua, siempre dispuesto a hacer nuevos amigos. Bankiva no se sentía tan optimista sobre la idea de añadir más responsabilidades a su día a día, pero no podía negar que habían llegado a un punto donde no iban a poder continuar por sí solos. Azeban no tenía voz ni voto, porque estaba durmiendo en brazos del panda. Poco después de abandonar Astaramis había caído rendido y no se había despertado desde entonces. Se iba a llevar una buena sorpresa.

—Supongo. Aceptamos —accedió a regañadientes el gallo.

El gran jabalí se puso en pie y se les acercó, una montaña de puro músculo que debía pesar más que Mian Hua. Uno de sus colmillos era una prótesis de acero que brilló bajo el sol de la mañana. Sus poderosos resoplidos, el ruido de sus contundentes pisadas... Bankiva trató de no retroceder ante el gran morro.

—En ese caso... ¡bienvenidos a la familia Pokimoni!

Y los besó a los tres con gran efusividad. El gallo fue casi absorbido por el amoroso hocico. Sus hijos se mostraron mucho más recatados, pero se oyeron gruñidos de satisfacción y contento.

Pokimoni regresó con los jabatos y se tumbó pesadamente.

—Vuestro dinero está a salvo con nosotros. A cambio de esta protección, nos quedaremos con una de que cada diez monedas que nos traigáis.

Bankiva se sacudió las babas.

—Lo que nos faltaba, más deudas.

—Un diez por ciento a cambio de total protección es razonable —opinó Mian Hua.

—No es eso. Si no fuera por ese maldito alcalde...

—Woodrow ya me la tiene jurada —les explicó el jabalí—. Se rió cuando envié emisarios a advertirle que no permitiera que más cazadores entraran en mi montaña. No debió hacerle gracia cuando se los devolvimos con las piernas rotas. Subestimó el poder de una familia fuerte y unida.

—Y numerosa —añadió Bankiva, aunque nadie salvo Mian Hua captó el sarcasmo.

—Supongo que ahora me tendrá más ganas que nunca, así que es bueno tener a tres nuevos miembros entre nosotros.

Se oyeron chillidos cercanos. Los jabatos que jugaban con Pokimoni se enderezaron y corrieron en tropel al encuentro de sus madres, que los esperaban en una zona más frondosa y resguardada, para que los amamantaran. El gran jabalí soltó un gemido triste que casi pareció divertido. No lo fue tanto cuando la mirada le cambió de un modo que puso los pelos de punta a Mian Hua. Se dirigió en voz queda a uno de sus hijos más cercanos.

—Vigilad el cielo.

Algunos de los marranos abandonaron la reunión y siguieron a los jabatos. Pokimoni volvió a mirar a Abrojo.

—Esa moneda de cada diez que nos debéis. Os dejaré quedaros con ella si ayudáis a la familia. Y en estos momentos, necesito ayuda.

Les indicó que se acercaran, algo que ahora se les permitía como miembros de la familia.

—Hace dos días llegó alguien a mi montaña —explicó, más serio que nunca—. Una rapaz. Grande, blanca, negra y roja. Se ha pasado este tiempo sobrevolando nuestras cabezas. Hemos intentado pillarla cuando aterrizaba, pero cada vez que llegábamos al sitio ya había reemprendido el vuelo.

Mian Hua echó un vistazo a los hijos de Pokimoni.

—¿Por qué parece preocuparte tanto una sola rapaz?

—No me gusta. Por aquí hay águilas, halcones y búhos. A todos los tengo controlados y saben lo que pasará si intentan algo con uno de mis jabatos. Pero es el primero que vemos de su tipo y no me gusta la idea de pararme a esperar a ver qué hace.

—¿Qué quieres que hagamos?¿Capturarlo?

—No. Necesito información para decidir qué hacer al respecto. Averiguad qué es y las intenciones que tiene. Con eso me basta de momento. Es más... os recomendaría no pelear contra él.

Bankiva y Mian Hua se miraron. Ninguno lo dijo, pero quedó claro que Pokimoni, el señor de la montaña, temía a ese intruso.

—No puede ser peor que Xenos, ¿no?—preguntó el panda, inseguro.

—Por eso no te preocupes. Lo haré yo.

—¿Solo?

—Claro. Llamas demasiado la atención, hasta cuando estás quieto. Si no tengo que pelearme, estaré bien—se dirigió a Pokimoni—. ¿Como lo encontraré?

—Sal a dar una vuelta y lo harás—garantizó Pokimoni—. Pero no creo que sea prudente que vayas solo. Puedo...

—No —Bankiva fue tajante—.Cualquiera que venga conmigo revelará mi posición. Creedme, estaré mejor solo. ¡OSTIA QUÉ ES ESO!

Su grito alarmó a todos, hasta a Mian Hua. Miraron en la dirección señalada. No había nada. Luego miraron hacia donde estaba Bankiva. Tampoco había nada.

—Ya veo —le dijo Pokimoni al aire, mientras algunos de sus hijos buscaban excitados algún rastro del gallo, sin encontrarlo. Azeban bostezó y siguió durmiendo.


Había que admitir que esa montaña era un sitio encantador para vivir. La falda estaba cubierta por un denso bosque donde abundaban los nogales, avellanos y encinas, mientras la pared rocosa los resguardaba del frío viento norteño. A Bankiva no le importaría pasar ahí una temporada, si no fuera por esa maldita deuda.

Si es que le estaba bien empleado, pensaba. Tendría que haberse conformado con una vida salvaje lejos de las ciudades, pero la vida urbana, con pocos depredadores y muchos desperdicios humanos, le había parecido más atractiva.

Estaba engullendo una bellota cuando lo vio. Se quedó quieto, el cuerpo pegado a la encina y sus ojos analizando el juego de luces y sombras a su alrededor para asegurarse de que estaba bien escondido.

Pokimoni no había exagerado. Era un pájaro enorme, sin duda una rapaz, pero Bankiva no reconocía la silueta, ni recordaba haber visto nunca un ave con esa combinación de colores.

Planeaba en círculos, tranquilo e imponente, oteando el suelo. No parecía que tuviera intención de aterrizar o irse a ningún sitio en el futuro inmediato.

Bueno, Bankiva acababa de almorzar y la noche quedaba lejos. No le importaba quedarse remoloneando por ahí.


—¡Recopado! ¡Recopado!

Elena observaba con ternura a Denise, quien llevaba un buen rato revolcándose sobre el mostrador del Gremio de Aventureros, maullando, ronroneando y repitiendo esa palabra.

—O como dicen ustedes —miró a Elena con la cabeza invertida, colgando del borde de madera— ¡esto es el pollo!

La recepcionista prefirió no corregirla.

—¿Qué harás ahora?

—Ni idea, mami. No planeé nada para después de Astaramis, tan centrada estaba en todo ese quilombo.¿Tenés algo para mí?

Aparte de haber ganado un buen pellizco, Denise también había presenciado la paliza que los hijos de Pokimoni habían dado a los matones del alcalde. Había sido muy divertido.

—Hay un encargo por 2000 coronas para exorcizar una obra que se empezó en un terreno maldecido. Había un cementerio debajo.

—Ah, sí, lo conozco, pero no me interesa. Ese laburo vale 5000 coronas como poco. Era un cementerio de homenaje a guerreros todo grosos, no es ninguna tontería.

Una de las orejas de Denise se orientó hacia un lado. Alzó la cabeza para encontrarse con la mirada de Samanta Guante Gris, apoyada en el mostrador. Elena tuvo un respingo.

—¿Cuando...? Quiero decir, bienvenida, doña Samanta —saludó, manteniendo la compostura. La mujer sonrió.

—Hola, jovencitas. Cuando tengas un momento, Elena, necesito tu ayuda con algo —parecía dispuesta a esperar que Denise acabara sus asuntos, pero su llegada habia trastocado por completo la conversación. La gata meneaba la cola lentamente. Elena echó un vistazo rápido detrás de Samanta, donde los aventureros ociosos seguían a lo suyo sin que parecieran interesados en la presencia de la jefa de los ladrones. Cayó en la cuenta de que, muy probablemente, ni siquiera podían verla.

—Esperaré a que suba la recompensa—anunció quedamente Denise, pero no se fue. A Samanta no pareció importarle.

—En ese caso... Elena, tengo entendido que han despachado aventureros desde la capital.

La recepcionista calló. Ah, ya veía por donde iba la cosa y donde iba a terminar. Con Samanta obteniendo lo que quería.

—Doña Samanta, sabe que ese tipo de información no se puede compartir de forma indiscriminada. Tengo que velar por los intereses del Gremio y la seguridad de los encargos—aún así intentó resistirse un poco.

La ladrona sonrió.

—Todavía no he hecho la pregunta.

—"¿Qué vienen a hacer aquí?"—fue Denise quien la formuló— No estamos faltos de mano de obra por acá. Si los mandaron de la capital debe ser por algo muy importante o muy peligroso. Seguramente las dos cosas.

—No tengo ni idea de por qué vienen—al tratar de zanjar la situación, Elena confirmó lo que Samanta había dicho. Apretó los labios y miró a Denise con severidad. La gata parpadeó lentamente—. No, en serio, no sé nada relevante. Se supone que la cosa es secreta, por eso no me han contado nada.

—Ah, pero no es el por qué lo que me interesa —admitió Samanta—. Es el quién.

—No sé quienes son —afirmó Elena—. Y aunque lo supiera, no sería apropiado que lo divulgara.

La mano de Samanta se movió con lentitud y la acercó a Denise, sin mirar a la gata, que permitió que la tocara y le acariciara el cuello. Elena soltó un resoplido de celos.

—Nada más lejos de mi intención que meterte en un apuro —aseguró Samanta con el ronroneo de la gata de fondo y una sonrisa que se antojaba sincera. Pero sus ojos parecían haberse quedado conectados a los de Elena, quien sentía que no podía romper el contacto visual.

"¡Ay, no, tramposa!" pensó la chica. Reconoció la técnica que estaba empleando la ladrona, así como entendió que la estaba usando con el efecto mínimo. De lo contrario, Intimidación habría hecho que huyera saltando por la ventana más cercana.

—Es la Cetrera, ¿verdad?

No logró ocultar su reacción al oír el nombre. Samanta no necesitó hacer más preguntas. Parpadeó y el efecto de Intimidación desapareció. Elena hinchó los carrillos, indignada.

—Oh, no te enfades. Al fin y al cabo, no has dicho nada —Samanta puso sobre la mesa una cajita de color rosado. Dentro había un surtido de pastelitos que abrieron el apetito de la recepcionista de solo verlos—. Para tí, por ser una buena ciudadana,

Elena sabía que eso era un soborno descarado, como también sabía que cada uno de esos pasteles costaba cuatro coronas. Se consoló metiéndose en la boca el primero, un bizcochito de chocolate y nata que casi la hizo llorar de felicidad.

Denise no tenía interés en esas golosinas. Los gatos no captan el sabor dulce.

—Vos ya lo sabías. ¿Por qué te has molestado tanto en confirmar este chisme?

—Si supieras quienes son el equipo de aventureros de la Cetrera, lo entenderías.


Azeban no acababa de comprender lo que pasaba a su alrededor. Seguía en brazos de Mian Hua, quien hablaba con un enorme gorrino sin darse cuenta de que el mapache ya se había despertado. Había muchos más marranos en las inmediaciones, puestos en parejas y practicando una rutina de entrenamiento en la que los vanguardias atacaban y los centinelas bloqueaban. Sin decir palabra, con las voces de Mian Hua y Pokimoni y los gruñidos de los jabalíes de fondo, se pasó un buen rato contemplando el ejercicio.

—¡Padre! ¡El gallo! —un chillido acabó con la tranquilidad en el bosque. Mian Hua giró la cabeza con rapidez. La urgencia en la voz no presagiaba nada bueno.

Uno de los hijos de Pokimoni apareció corriendo, con un bulto emplumado en equilibrio sobre su morro y colmillos.

—Lo hemos encontrado de camino a la cima. Estaba solo —lo depositó con cuidado en el suelo. Bankiva quedó de pie. Tenía los ojos muy abiertos, desenfocados. Le temblaban las plumas y tenía el pico cerrado con firmeza. Su cuerpo parecía estar agarrotado.

—¡Ban! ¿Qué te pasa? —preguntó Mian Hua. No hubo respuesta.

—¡Petra! —bramó Pokimoni. Una cerda apareció al trote. No tuvo ni que preguntar qué debía hacer cuando vio al gallo. Se le acercó y lo olfateó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—No lo sabemos —respondió el jabalí que lo había traído—. Tal cual así lo hemos encontrado. No habla, no se mueve, no responde si lo zarandeas.

—¡No zarandeéis a los enfermos!—gruñó Petra. Acercó el hocico con gran cuidado al pecho de Bankiva y lo tocó. La sensible piel de su nariz lo estaba palpando.

—¿Está hechizado? —preguntó Pokimoni. Mian Hua ya lo había considerado. Muchos hechizos mentales, como Estupor, podían provocar ese efecto. Pero el maná de Bankiva era estable.

—Pupilas dilatadas... —murmuró Petra—. Hay que llevarlo a un sitio más resguardado. Ese árbol servirá. Démosle espacio y tiempo.

—¿Sabes qué le pasa? —preguntó el oso.

—Su cuerpo está sano. No está envenenado ni contusionado, respira bien y el latido del corazón es regular, aunque esté desbocado. Habrá que esperar a que se recupere para confirmarlo con seguridad, pero diría que alguien le ha dado el susto de su vida.

—¿Quieres decir que tiene miedo?—insistió el oso, a quien eso le pareció raro. Bankiva era un gallo con una terquedad tan obstinada que casi podía confundirse con valentía.

—Está aterrorizado, sí. Solo podemos esperar que se tranquilice.

Mian Hua y Pokimoni se miraron. Nadie quiso decirlo en voz alta, pero al pronunciar su nombre, el miedo parecía haberse desbordado de Bankiva y los había tocado a todos ellos también.


(ProyectoPMP) Capítulo 13, de como el pollo juega con arcos mientras el panda se desloma

  Bankiva inspiró. Saltó, llamó su arco en el aire. Expiró. Disparó dos flechas al mismo tiempo, en direcciones distintas. Alcanzaron la esp...