—Me preguntaba si te animarías a venir.
Bankiva cruzó la puerta que el sirviente había abierto para él. No dijo nada, los ojillos fijos en Samanta, sentada en su escritorio.
—Ponte cómodo. Como si estuvieras en casa.
El gallo saltó y se plantó frente a ella, sobre la mesa. El breve vuelo mandó por los suelos algunos papeles, pero la mujer no perdió la sonrisita.
—Sabes por qué he venido.
—Lo imagino. Supongo que piensas que he tenido algo que ver con el asunto de vuestras ganancias.
—¿Cuándo fue que mencionasteis que nos ibais a confiscar de inmediato todo lo que ganáramos? —preguntó Bankiva, tratando de controlar su rabia.
—Woodrow ha actuado por su cuenta, te lo prometo.
—¿Esperas que me crea eso? Estáis juntos en esto. ¿O no fuiste tú la que nos puso la Marca de la Muerte?
—Escucha, pajarito —Samanta se movió hacia adelante para hablar a Bankiva cara a cara. No sonreía, pero su tono era amable—. Quitaros ese dinero ha sido muy estúpido. Sí, es verdad que espero tener un beneficio a costa de vuestro trabajo, pero también sé que tenéis gastos que cubrir. Si hubiera sabido lo que planeaba, os habría avisado. Por mi parte, tengo más que perder si vosotros estáis enfadados. ¿Cómo se lo han tomado tus amigos?
—El mapache se ha hecho una bola en un rincón y se ha puesto a gimotear. El panda ha venido conmigo al ayuntamiento, pero los matones del alcalde no nos han dejado verlo. Ahora está en el gremio, intentando buscar una manera de financiarnos de nuevo sin tener que pagar aún más intereses.
A su espalda, el sirviente regresó y dejó un platito sobre la mesa. A Bankiva se le pasó el enfado durante unos segundos. Era una mezcla de cereales que podía parecer poca cosa a ojos humanos, pero a él se le antojó irresistible. No se había dado cuenta cuando ya había dado el primer picotazo.
—Maldito instinto... —murmuró, molesto.
—No lo he envenenado —rio Samanta—. No es más que una cortesía.
—No quiero cortesías, quiero nuestro dinero —protestó el gallo con el pico lleno de deliciosos cereales.
—Tómate esto como una lección. Wood row es un sucio cerdo avaricioso al que le gusta recordar a los demás el poder que tiene. Posee la autoridad y los contactos para confiscar todas vuestras ganancias. Por eso, tenéis que esconder vuestro dinero nada más completéis vuestros encargos. Ya te advierto que tampoco estará a salvo en ningún banco, y es lo bastante ruin como para contratar matones para que os lo quiten por la fuerza.
—¿Hace esto con otros? ¿Qué hay de Joao?
—Solo con los débiles. Ni siquiera Woodrow es tan estúpido como para intentar robar a un matadragones. Especialmente si es Joao. No llegaría vivo al siguiente amanecer. Mira, piensa que el dinero que os ha quitado cuenta para liquidar vuestra deuda, así que no lo habéis perdido. Sí, ya sé que debéis intereses al gremio —añadió cuando Bankiva abrió el pico para protestar—, en eso tendréis que buscaros la vida. Por otro lado, tengo algo para tí como signo de buena voluntad.
—¿Más maíz? —preguntó sarcástico el gallo.
—Una inversión. Como ya he dicho, a mi también me conviene teneros contentos.
Samanta se sacó dos de los numerosos anillos que llevaba y los puso sobre la mesa frente a Bankiva.
En el campanario más alto de la ciudad había una gata negra sesteando y tomando el sol sobre una gárgola. Las palomas que vivían en esas cornisas la miraban con desconfianza y cuchicheaban, creyendo que no podía oírlas, pero la gata lo escuchaba todo desde el reino de los sueños. También oyó las poderosas pisadas que en el mundo terrenal eran susurros inaudibles. Los pájaros fueron tomados por sorpresa cuando la gran forma de Joao apareció por el hueco de la campana. Localizó a la gata y se tumbó al lado de la gárgola, contemplando la ciudad a sus pies.
Los ojos verdes de la bella durmiente se abrieron. Bostezó, se estiró y se lamió una pata.
—Llegaste tarde.
—No recuerdo que hubieramos quedado a una hora en particular —respondió Joao con tranquilidad.
—Si no respondés de inmediato a mi llamada, llegás tarde —sentenció la gata. Se frotó la cara con la pata—. Enhorabuena por cazar por fin a Xenos. ¿Querés ayudarme ahora con mi asunto?
—Sabes que no me interesan los fantasmas, Denise. Supongo que lo que quieres es mi opinión sobre Abrojo.
—¿Fueron una ayuda, o fueron un estorbo?
—Xenos se habría escapado otra vez si no me hubieran ayudado. Tienen mucho que aprender, pero puedes llevarte una sorpresa si consientes que te acompañen.
—Un mapache guerrero. No tiene peso ni fuerza.
—Aprendió Arremetida después de verme a mí usarla una sola vez.
Denise sacudió la cola.
—¿Qué hay del panda? Oí que de todos los osos son los más inútiles.
—Y sin embargo comprendió el maná de Xenos lo suficiente como para imitar su fuego. La magia de dragón no es fácil de dominar, según tengo entendido.
Denise meneó una de sus orejas.
—¿Y qué tiene el pollo? No es más que un ave de corral.
—Su Provocación funcionó en Xenos. Incluso si estaba herido, la fortaleza mental de los dragones es notable.
La gata agitó la cola una vez más.
—¿Están disponibles?
—Están teniendo problemas con el alcalde. No tienen fondos para salir de expedición.
—Ese pelotudo siempre rompiendo las bolas. Y a mi se me acaba la guita con todo este quilombo.
—Pero la recompensa había subido bastante.
—Che, 70.000 coronas. Pero no veré ni una si no sacamos a esa mina loca de su castillo. Me lo estudiaré.
Azeban estaba sobre el mostrador del Gremio de Aventureros con Elena acariciando lentamente su cabecita para consolarlo. Mian Hua estaba masticando un trozo de bambú, regalo de la casa. Los crujidos sonaban fuertes en el ambiente incómodo de la sala principal. Las conversaciones eran pocas y susurradas.
Bankiva entró por una ventana abierta.
—Al menos regresas vivo —lo saludó Mian Hua, alicaído— ¿Has conseguido algo?
—Niega que lo supiera. ¿Qué tal por aquí?
—No tuvimos tiempo de devolver el préstamo del gremio y no nos darán más hasta que liquidemos la deuda.
Bankiva gruñó. Notó que alguien le tocaba las patas y vio que Azeban estaba examinando los anillos de Samanta que ahora llevaba puestos en los tobillos.
—Me los ha regalado —explicó al curioso mapache.
Elena acercó la cara y se ajustó las gafas.
—Son anillos de Guth, ¿no? Crean bolsillos dimensionales para llevar contigo objetos ocultos con facilidad.
Varias decenas de orejas se ensancharon al oír esas palabras.
—En uno hay un arco corto y en el otro flechas —aclaró Bankiva—. Estoy seguro de que los ha trucado de algún modo, pero no estamos como para decir que no a algo tan práctico.
Mian Hua los observó de cerca.
—Estaban en el catálogo de la tienda. Solo se venden por encargo porque son muy difíciles de fabricar. Hay pocos artesanos capaces de hacerlo, y tiene que pasar muchos controles.
—La magia espaciotemporal no es ninguna broma —confirmó Elena.
Bankiva bostezó.
—¿Intentáis decir algo, o...?
—Uno solo puede valer más de 15.000 coronas.
Silencio.
—Ahora vuelvo —Bankiva saltó del mostrador, pero Azeban lo cogió por la cola.
—Quieto parado —Mian Hua ayudó al mapache a detener al avaricioso gallo.—. Tú mismo has dicho que no podemos prescindir de algo tan práctico. Y nos conviene estar de buenas con Samanta.
—¡Calla! ¡Deja de ser razonable! —lloriqueó Bankiva, quien se retorcía en vano.
—Vamos, vamos —trató de consolarlo Elena—. Ahora ya tenéis algo de experiencia y equipo para un encargo fácil. Os podéis recuperar de ésta.
—¡No quiero encargos fáciles! —se quejó el gallo con Azeban acariciando su lomo cariñosamente—¡Quiero salir cuanto antes de este embrollo! ¡Quiero...!
Una hoja se deslizó por el mostrador hacia Abrojo. Las cinco cifras en la parte baja llamaron la atención de todos.
—... algo como eso, gracias —acabó el gallo—. ¿Cuánto es?
—70.000 coronas —respondió Mian Hua, atónito. Alzó la mirada y se encontró con unos pequeños ojitos verdes rodeados de pura oscuridad.
—¡Oh, Denise! —saludó Elena, encantada—¿Puedo acariciarte hoy?
—No.
—Otro día será —fue la despreocupada respuesta—. ¿Vas a intentarlo otra vez?
La gata se sentó y examinó lo que tenía delante. No parecía demasiado impresionada.
—Vamos, léanlo —les ordenó a los animales. Mian Hua acercó el hocico al anuncio.
—"Se precisa de forma inmediata la expulsión de los espectros que maldicen el castillo de Astaramis". Parece que la recompensa inicial eran solo 10.000 coronas. ¿Cómo ha subido tanto?
—La mina que quiere librarse de los fantasmas es muy adinerada y se está impacientando. Piensa que es una cuestión de echarle más tela al problema. Diría que es mejor para nosotros, pero el asunto ya me tiene harta a mí también.
—"¿Tela?" —preguntó Bankiva.
—Dinero —aclaró Mian Hua—. ¿Nos pides que vayamos contigo?
—Me estoy quedando sin opciones —admitió Denise de mala gana.
Mian Hua miró de reojo a sus compañeros, a quienes les brillaban los ojitos.
—Estamos pasando por un mal momento. No tenemos dinero para equiparnos para luchar contra fantasmas.
—Ya tengo eso cubierto. Lo único que tienen que hacer ustedes es ayudarme a abrirme paso. Les contaré los detalles si aceptan. Mis condiciones son que me quedaré con 50.000. El resto para ustedes.
—¡Anda ya! —saltó Bankiva— ¡Eso nos deja con menos de un tercio!
—Es más que suficiente para carne de cañón. Lo toman o lo dejan.
—¿Y qué tal si cogemos nosotros el encargo y lo hacemos solos, eh? ¡Comparado con Xenos, esto...!
—Calma —sugirió Mian Hua—. Si ella se encarga del equipo nos ahorrará mucho dinero, y ella parece veterana. Dicho esto... ¿podrías aumentar nuestra tajada a 30.000? Sigue siendo menos de la mitad.
—No —respondió Denise, cortante. Sacudió la cola—. Pero si tenemos éxito, puedo añadir a vuestra recompensa el conocimiento necesario para mantener vuestra guita a salvo del pendejo del intendente.
Silencio.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Azeban muy bajito a Elena, aunque todos lo oyeron.
Denise puso los ojos en blanco.
—Os diré como poner vuestras ganancias donde el alcalde no pueda tocarlas.
Los tres intercambiaron miradas. El gallo miró a Elena.
—¿Es buena?
—Es la mejor exorcista que tenemos en el gremio —confirmó la chica—. Os recomiendo que aceptéis. Y si no, no toméis este encargo. Nos ha costado el resto de exorcistas que teníamos.
El gallo defecó.
—Están en el hospital —aclaró Elena, tratando de tranquilizarlos—. Algunos han dimitido, también es verdad...
—¿Aceptan o no? —cortó Denise viendo que Elena no ayudaba. Con todo, la última oferta de la gata les había parecido muy tentadora y era mucho más de lo que tenían hacía cinco minutos. El contrato fue firmado con esas condiciones. A sus espaldas, los aventureros organizaron apuestas sobre el éxito de esa misión. Solo tres de cada diez tenían fe en su victoria.