El termómetro marcaba -40 grados.
En el exterior, la temperatura era
mucho peor. Llovía. El doctor Jackson sabía que esa lluvia no era agua, sino
aire condensado por el frío extremo en las capas superiores de la atmósfera. El
cristal de seguridad chirriaba. No estaba preocupado. No es que fuera a
romperse, pero si ocurriera, ya daba igual. No le quedaba mucho tiempo de vida.
La energía se estaba agotando.
Había durado mucho, desde luego. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que el sol
se apagó por completo? Probablemente más de seis meses. La luz de las
estrellas, que nunca había sido tan brillante como entonces, no bastaba para
alimentar los paneles solares. De todos modos, el frío los había hecho trizas.
Reflexionó en la penumbra del
espacio exterior, a la luz de los instrumentos que todavía funcionaban. Nadie
había conseguido encontrar una explicación. Tampoco tenía mucho sentido
buscarla, en verdad. El sol había muerto, mucho antes de lo que debía según los
modelos de previsión. Faltaban millones de años para que se le acabase el
combustible y, además, se suponía que iba a abrasar la Tierra en el proceso.
Pero no fue una muerte espectacular. No hubo expansión, ni explosión. El color
de la luz cambió y se volvió paulatinamente roja, algo que contra lo que pueda
parecer, indicaba que se estaba enfriando. Luego, se apagó lentamente, como un
enfermo terminal. Para los astrónomos no tenía sentido. No debía ser así. Pero
así fue.
Todo se fue al garete, claro,
aunque no estaba demasiado enterado de los detalles. Había estado trabajando en
completo aislamiento desde antes de los primeros síntomas, así que no supo
mucho sobre los disturbios en las ciudades y el colapso total del orden
mundial. Qué cruel es el destino. La humanidad había quemado sus últimos restos
de combustibles fósiles hacía más de cincuenta años, habían logrado adaptarse
con las energías renovables... y el sol se había apagado. La energía nuclear
era insuficiente para abastecer al mundo entero, pero eso no era el peor
problema: las últimas plantas del planeta murieron al cabo de unas semanas. No
quería ni imaginar la hambruna que habría caído sobre la gran mayoría de la
población mundial, la destrucción total de los ecosistemas... la corteza
terrestre se convertiría en un cementerio congelado, y estaba cerca de añadir
su tumba a las demás.
Se arrastró hacia la matriz
artificial. Llevaba ropa de abrigo, pero llegados a ese punto, tanto le habría
dado estar desnudo. No sentía las manos ni los pies. Respirar dolía. Pensar era
cada vez más difícil. No tenía miedo. Sabía desde el principio que iba a morir
aterido, pero había confiado en terminar a tiempo.
En el mundo exterior había
estallado una guerra. Muchos comprendieron que solo había un lugar donde podían
refugiarse: bajo tierra. La energía geotérmica era la única forma viable de
conseguir electricidad, porque los materiales nucleares acabarían por agotarse
también, y eso si no se tenía en cuenta que las redes de abastecimiento a nivel
de la superficie serían imposibles de mantener cuando el frío fuera suficiente
para convertir el oxígeno en hielo. Los lugares donde se podía aprovechar la
energía del núcleo de la Tierra se hicieron lo bastante populares como para
matarse por ellos. Jackson recordó haber pensado que hubo suerte y no pudieron
usar sus arsenales nucleares porque no quedaba energía ni para preparar los
lanzamientos de los misiles.
La última comunicación se había
perdido hacía meses. Ya no sabía si quedaba gente viva más allá de ese
laboratorio. Esperaba que sí. Que los búnkeres y las centrales geotérmicas se
construyeran a tiempo, que lograran cultivar semillas bajo luz artificial,
llevarse algunos animales consigo... Sería muy triste si él fuera el último ser
humano vivo. Bueno... quizá no el último. Su mano casi congelada tocó el
cristal de la matriz. Él y su equipo habían intentado otra cosa, y habían sido
demasiado ambiciosos. La terapia genética había alcanzado límites
insospechados... pero no los suficientes. Habían pensado que podrían editar el
ADN humano para que sobreviviera a la nueva era
de la Tierra, la Noche Eterna. En esos meses su equipo había conseguido
cosas asombrosas. El anticongelante biológico de la doctora Cheng, los genes
artificiales para la creación de estructuras nerviosas con superconductores del
doctor Rodríguez...
Pero la comida y la energía se
agotaban. Su equipo decidió que no podían seguir adelante con el proyecto,
porque no lo acabarían a tiempo. Ahora que todavía quedaba suficiente energía
para un viaje al búnker más cercano, debían marcharse. El doctor Jackson no
intentó disuadirlos. Envenenó sus raciones para que no desperdiciaran la
energía.
La parte de él que conservaba la
cordura lo seguía torturando incluso ahora. Rezaba cada día por su perdón. Se
consolaba pensando que sus muertes habían sido indoloras. Se enfadaba con ellos
por haberse rendido a esas alturas, tan cerca de conseguir algo, algo que
evitara la muerte de la vida inteligente y la civilización humana. Todo lo que
quedara atrás en la superficie helada jamás se recuperaría. Miles de años de
conocimiento, perdidos. ¿Como iba a ser sostenible un sistema geotérmico
establecido aprisa y corriendo en medio de un conflicto armado? Necesitaban
luchar contra el frío de frente, no esconderse de él como lirones.
Hacía días que no calentaba el
laboratorio. No podía permitírselo. Ahora, lo único que funcionaban eran los
sistemas de la matriz y la inteligencia artificial.
Frank Jackson logró centrar los
ojos el tiempo suficiente para cruzar la mirada con la criatura dentro de la
cápsula. Su forma era humana, pero su piel era transparente, dejando ver
músculos semejantes a bolsas de agua, huesos que parecían esculpidos en hielo,
corrientes de un fluido azul recorriendo su interior. Era un hombre joven, pero
adulto.
Ya no quedaba mucho tiempo. Nunca
sabría si el sacrificio había valido la pena. Los últimos retoques dependían de
la inteligencia artificial.
—Hijo mío... eres el pilar de la
vida en este mundo —balbuceó, las cuerdas vocales sangrando—. Que tu don
alcance todo tipo de vida, multiplícate y crea… de nuevo en este... desierto...
Murió.
Puede que hubiera muerto más
feliz de saber que, al final, su hijo haría exactamente lo que le había pedido
con su última chispa de vida.