Se
despertó de pie. Fue lo primero que le llamó la atención. Ya
estaba en pie cuando se hizo la luz en su visión, incluso si no
había mucho que ver. Piedra basta y húmeda a su alrededor, un
portal por el que entraba el brillo anaranjado de un fuego, y detrás
de él... huesos. Montones de ellos, apilados hasta las estalagmitas.
Sus tobillos estaban bajo una capa de vértebras y costillas sueltas.
Al mirar hacia abajo, vio sus propios huesos al aire. Sus piernas no
eran más que varas blancas y articuladas, sin pizca de carne, pero
inexplicablemente unidas y capaces de moverse. Levantó el pie y
meneó los dedos. Se miró las manos. Luego se tocó el torso y la
cabeza. Sí, todo él no era más que huesos.
Oyó
una campanilla más allá del portal.
—¡Uno
nuevo! —dijo alguien.
Caminó
hacia la luz, y alguien le cortó el paso. Era más grande que él,
pero estaba en la misma situación: nada más que huesos. Y aún así,
las cuencas vacías se fijaron en él y supo con certeza que lo
estaba mirando.
—¿Qué
tal, novato? —dijo animado, y le hizo gestos para que se acercara—
Vamos, sal, no te quedes ahí parado. Deja que te veamos bien.
Obedeció.
El esqueleto grande no tenia labios, garganta, lengua o pulmones, y
aún así su voz no delataba para nada su verdadera naturaleza. Se
tocó su propia mandíbula y se preguntó sí él también podría
hablar. La siguiente cámara era más espaciosa y estaba iluminada
con antorchas, pero no era mucho mejor que la anterior. Había nichos
en las paredes, algunos ocupados por féretros podridos, algunos
vacíos. Esperándolos habían otros tres esqueletos andantes.
—¡Bienvenido!
—dijo el primero— Estos son Parietal, Húmero y Tibia. ¡Y yo soy
Metacarpo! Antes que nada, tenemos que ponerte un nombre.
—¿No
puedo elegirlo yo? —fueron las primeras palabras que pronunció. Le
salió sin esfuerzo alguno, como si lo hubiera hecho toda la vida.
Pero... ¿qué vida?
—¡No!
¡Es tradición que los veteranos pongan nombre a los novatos! ¿Qué
opinais?
—Es
pequeño —opinó Parietal, cuyo cráneo estaba roto por un lado.
—Parece
algo enclenque —añadió Húmero.
—Y
quebradizo —terminó Tibia, quien tenía voz femenina.
—¡Ya
sé! —exclamó Metacarpo— A partir de hoy, tu nombre es...
¡Clavículo!
—¿Tengo
derecho a voto? —preguntó “no-quiero-llamarme-clavículo”.
—Clavículo
—repitieron los otros tres.
¿Qué
era mejor, un nombre estúpido o ningún nombre en absoluto? ¿Por
qué no tenía nombre, para empezar? ¿Quién era?
—¡Clavículo! —bueno, parecía que a corto plazo tendría que
conformarse con eso— Has venido en buen momento. Nos estábamos
aburriendo.
Clavículo se dejó arrastrar por los esqueletos. Las siguientes
cámaras por las que pasaron eran muy parecidas a la anterior. En
conjunto, todo el lugar debía ser una necrópolis y si tenia que
apostar, habría dicho que estaban bajo tierra. No había ni una sola
ventana y alguna que otra raíz había invadido el lugar a través de
las paredes. Un minuto después, estaban en una estancia espaciosa y
circular que en otro tiempo, quizá siglos atrás, hubiera sido una
plaza al aire libre antes de que el cementerio la enterrara. Ahora,
docenas de esqueletos la estaban usando para pasar el rato y
trabajar. Algunos jugaban a las cartas con una baraja vieja, otros
jugaban a los dardos... parecía que usaban vértebras sueltas como
fichas para apostar. Algunos de ellos estaban jugando con un
costillar demasiado grande para ser humano, golpeando aquí y allá,
en apariencia para intentar convertirlo en un instrumento de
percusión. El que más le llamó la atención fue uno que estaba
trabajando en solitario en una forja.
—¡Bienvenido a la sala de recreo! Pasamos la mayor parte del
tiempo aquí.
Clavículo echó un buen vistazo a toda la sala antes de hablar.
—Dices “de recreo”, pero ese está trabajando —señaló al
herrero.
—¡No, no! Cuando sea hora de trabajar de verdad, lo sabrás.
Cierto, al jefe le gustaría que dedicáramos más tiempo a entrenar
y hacer cosas “productivas” —la forma en que dijo esa palabra
fue bastante despectiva— pero uno se cansa de hacer todo el rato lo
mismo. Por mucho que entrenemos, no sacaremos músculo, no sé si me
entiendes.
Clavículo miró lo que habría sido la barriga de Metacarpo. Era del
todo ilógico llamar “gordo” a un esqueleto, y sin embargo, la
forma en que las costillas inferiores estaban más abiertas que las
superiores, la columna doblada como si recordara el peso que había
soportado en vida, las rodillas separadas para apuntalarse mejor...
—No. Supongo que no —prefirió no comentar nada al respecto.
—¡Muchachos, este es Clavículo! —fue presentado ante los demás,
que no le hicieron mucho caso, y luego llevado al lado de la
herrería.
—Este es el equipamiento estándar. Espada corta y broquel —le
señaló Metacarpo.
—¿Y esas hachas? —preguntó Clavículo señalando las armas en
cuestión.
—¡Solo para veteranos! Si sobrevives unas cuantas batallas tendrás
derecho a ellas. ¡Elige cualquier espada! Yo voy a avisar a Cráneo
mientras tanto.
Clavículo examinó las espadas. Había docenas de ellas, pero todas
estaban oxidadas, melladas, y algunas rotas.
—Coge al azar. No tienen buen aspecto, pero aún así puedes hacer
mucho daño si arreas bien fuerte —alzó la cabeza y cruzó la
mirada con el herrero—. Pareces confundido —añadió mientras
templaba la hoja a medio hacer en agua.
—Lo estoy —reconoció Clavículo.
—La mayoría no son así. Despiertan de la muerte y en seguida
aceptan que son esqueletos vivientes y se dejan distraer con
pasatiempos o se pasan el rato esperando que alguien ladre una orden.
Nosotros somos los raros, me temo.
El herrero despertó el interés de Clavículo.
—¿Sabes por qué nos ocurre esto?
—En algun sitio por encima de nosotros hay un nigromante. Se
instaló sobre las ruinas de esta necrópolis porque no le faltaban
huesos viejos con los que jugar. De vez en cuando, la magia se
acumula y uno de nosotros despierta con esta guisa.
—¿Por qué?
—¿Que por qué nos tiene aquí abajo? Somos sus perros guardianes.
Si algun aventurero viene a husmear las ruinas, lo espantamos. La
verdad es que nunca lo he visto. No se molesta en bajar por aquí. En
cierto modo, somos sus desechos. Pero no dejes que eso te afecte
—añadió en tono un poco más amistoso, y más agradable que la
exagerada efusividad de Metacarpo—. Clavículo, ¿eh? Puedes
llamarme Martillo.
Le tendió la mano y se la estrechó. Las falanges produjeron una
curiosa cacofonía.
—El hueso del oído, ¿no?
—Eres el único que ha entendido que mi nombre no viene de mi
profesión. El primer nombre que me pusieron fue Esternón.
—Vaya...
—Podría ser peor. Hay un tipo que se llama Esfenoides.
—¡Que viene Cráneo! ¡Todos a formar!
Martillo suspiró de forma bastante impresionante para alguien sin
pulmones. Dejó sus herramientas y bajó el fuego de la fragua.
—Ármate de paciencia, chaval —le dijo, y le indicó que se
colocara en la fila que se estaba formando a lo largo de una pared
despejada de la sala. Metacarpo se les unió y tras él apareció un
nuevo esqueleto. Llevaba un casco con penacho que podría haber sido
impresionante y haber infundido respeto cosa de dos siglos atrás.
—¡Todos firmes, mendrugos! —bramó. Llevaba una porra de madera,
y la meneó en el aire mientras el resto de esqueletos corrían a
ocupar sus puestos. Clavículo se puso firme como todos.
—Me han dicho que tenemos a un novato... ¡pero eso puede esperar!
¡Cabo Cadera! ¿Donde están las ballestas que tenia que conseguir?
—No las he conseguido, señor —respondió con calma otro
esqueleto femenino.
—¡Le dije que no volviera sin esas ballestas, cabo! —chilló
Cráneo, con sus dientes muy cerca de la frente de Cadera, más baja
que él.
—Esa parte se me olvidó, señor —dijo Cadera, quien recibió un
garrotazo que tomó por sorpresa a Clavículo—. Ay —dijo Cadera
en tono llano.
—¡Cuando acabe esta revista, irá a por ellas!
—Sí, señor.
—¡Y usted, sargento Menisco! ¿Qué hay de esos perros
guardianes?
Martillo susurró:
—Verás mucho de esto. Cráneo pide cosas, por difíciles de
conseguir que sean. Estamos lejos de la aldea más cercana y
además...
—No es como si pudiéramos entrar tranquilamente en un pueblo,
¿verdad? —señaló Clavículo. Martillo asintió. Metacarpo se
metió por medio mientras de fondo el sargento Menisco se llevaba
algunas tortas.
—Cráneo quiere esas ballestas desde hace semanas. Pero no pasa
nada. Haz como nosotros. Agacha la cabeza, di “sí señor” y se
olvidará de ti hasta la próxima revista. No te preocupes, los
garrotazos no duelen.
—¡Nada de hablar durante las revistas! —Metacarpo se llevó un
porrazo—. ¡Ajá! ¡Así que este es el nuevo novato! ¡No llega ni
a la mitad de uno!
Clavículo miró a Cráneo. Fue una suerte que los huesos de la cara
no pudieran transmitir emociones, porque sentía mucho desagrado.
—¿Como te llamas, gusano? —vociferó Cráneo.
—Me han puesto Clavículo —hubo un segundo de silencio. Entonces
la porra de Cráneo lo golpeó en el pecho.
—¡Qué se dice!
Metacarpo tenia razón, no dolía en absoluto. Y aún así, fue muy
molesto.
—Señor —gruñó.
—Eso está mejor. ¡Clavículo! ¡Apropiado para un huesecillo
pequeño y delgaducho!
Clavículo podría haberse quedado callado, pero no quiso.
—Su nombre es también apropiado, señor.
Solo Martillo lo miró. El resto de esqueletos pensó que el chaval
aprendía rápido y le estaba haciendo la pelota a su nuevo jefe,
pero el herrero no se dejó engañar. El tono del chaval estaba lleno
de malas intenciones.
—¡Ah, por supuesto! ¡Yo soy el que manda, el más listo! ¡Por
eso soy Cráneo!
—El que piensa es el cerebro. El cráneo solo es el envoltorio
vacío.
Silencio. Los otros esqueletos lo miraron.
—A la hora de dar órdenes, el cráneo no cuenta más que la
clavícula.
—¡Pues nos ha salido listillo, el recluta! —Cráneo lo golpeó
tan fuerte que la calavera de Clavículo se desprendió del cuello,
pero la cogió con las manos antes de que cayera al suelo. En un
movimiento inconsciente, se la colocó de nuevo— ¡Por esta bromita
ahora voy a ponerte en primera línea en la próxima batalla! ¡A ver
si te ries entonces!
—No me estoy riendo, señor. Solo afirmo hechos —se llevó otro
garrotazo.
—¡Silencio! ¡Te quedas sin broquel! ¡Y a la siguiente, te quedas
sin espada!
—Solo digo que debería cambiar a un nombre más apropiado. ¿Que
tal Báculo?
Una parte de los esqueletos contuvieron la risa, porque habían
pillado el chiste.
—¡Un báculo es un bastón, mendrugo! ¡No es un hueso!
—Es un hueso que tienen muchos animales, señor.
—¿Y donde lo tienen?
—En una parte que se parece mucho a usted, señor.
Un esqueleto cercano soltó una breve pedorreta, a pesar de no tener
labios.
—Pero si prefiere, tengo alternativas —siguió Clavículo,
envalentonado— ¿Qué tal Coccis?
—¡JA! —se le escapó a otro esqueleto.
—Sí. Sí, tiene usted cara de Coccis.
Algunos de los esqueletos ya no podían más. Las risitas eran
audibles para todos. Por desgracia, Cráneo pilló ese chiste y no le
hizo gracia.
—¡Se acabó! —Clavículo fue derribado esta vez— ¡Te quedas
sin espada! ¡Que los aventureros hagan contigo lo que quieran!
—Lo que tu digas, don Bacúlo Caracoccis.
Muchos esqueletos se estaban riendo ya a mandíbula batiente y sin
disimulo alguno. Frustrado, Cráneo intentó hacerlos callar con
insultos, amenazas y golpes, pero le costó mucho. Una calavera voló
por la sala, y todavía se reía cuando su dueño corrió a
recogerla. Cráneo, incapaz de acallarlos, se largó enfurecido.
Martillo ayudó a Clavículo a ponerse en pie.
—No es buena idea hacerlo enfadar —le dijo—. Es rencoroso y
mezquino.
—¿Por qué dejais que os trate así? —preguntó Clavículo,
irritado— ¡Si es igual que nosotros! Si se quitara ese estúpido
casco, no podría distinguirlo.
—Es el jefe —contestó Metacarpo con simpleza.
—¿Con qué derecho?
Hubo silencio, roto por algunas carcajadas rezagadas.
—Pues... porque él lo dice. Y él es el jefe.
Clavículo entendió pronto que esa conversación no llegaría a
ningún sitio.
—Aquí todos son muy sumisos —le dijo Martillo, mientras volvían
a la fragua—. Ya te lo he dicho, nosotros somos los raros. Los
demás se someten con facilidad y siguen órdenes sin rechistar.
—¿Y tú qué? ¿También te sometes?
—Sí —reconoció Martillo con tranquilidad—. Al principio era
como tu, aunque no tan atrevido. Luego decidí que si quería seguir
existiendo, me convenía estar de buenas con Cráneo. Iba bien en
serio, te dejará desarmado.
—Bueno, ¿y qué? ¡Somos esqueletos! ¡Ya estamos muertos!
—¿Y ya no sientes apego a la vida?
Clavículo no supo qué contestar. No tenía miedo a morir, eso
estaba claro. No estaba preocupado por las amenazas de Cráneo. Es
decir, hacía menos de una hora todavía estaba muerto y no recordaba
que fuera especialmente desagradable. ¿Qué más daba volver a
dormir? Aún así, notaba el fantasma del instinto de supervivencia
en los huesos.
—La herrería me apasiona —dijo Martillo—. Es un oficio
humilde, pero muy satisfactorio. Ya que el destino me ha dado una
segunda vida, aprovecharé para disfrutarla hasta que se me acabe el
tiempo de nuevo. No desperdicies esta oportunidad solo porque los
primeros momentos han sido desagradables.
—Ya, supongo que tienes razón —admitió Clavículo de mala
gana—. ¿Recuerdas algo? —preguntó al cabo de un rato— De tu
vida pasada.
—Nada —respondió Martillo con seguridad.
Una escandalosa y desafinada campana inundó las catacumbas con su
tañido.
—Oh, por el amor de... —gruñó Martillo, que ya había encendido
otra vez el fuego.
—¿Qué es eso?
—La alarma. Nos invaden.
—¡Todos en marcha, tarugos! —gritó Cráneo. Clavículo puso los
ojos que no tenía en blanco— ¡Tú, piltrafilla! ¡Al frente
contigo!
Claviculo fue arrastrado por su superior sin oponer resistencia.
Notaba que los demás los seguían de cerca por un camino ascendente
que intercalaba escaleras de piedra con túneles ascendentes.
Llegaron a una cámara muy oscura, cuya única luz venía de una
diminuta grieta en el techo. Sin lugar a dudas, era luz solar. La
visibilidad aumentó cuando la tropa de esqueletos trajo antorchas.
—¡Bien, han entrado por el ala oeste! —bramó Cráneo—
¡Identidades desconocidas, equipamiento desconocido, número de
hostiles desconocido! ¡Lo de siempre! Seguro que vienen a por la
cámara del tesoro, así que nosotros esperamos aquí, en la Sala del
Rey. ¡No pueden venir por otro sitio! Tú, renacuajo —empujó a
Clavículo por un pasillo—¡Vendrán por aquí! ¡Intenta lidiar
con ellos con tus chistes, si puedes!
—¡Ánimo, chaval!
—¡Luego te volveremos a montar!
—¡Silencio, u os unireis a él, mamelucos!
Con calma, Clavículo echó un vistazo a la Sala del Rey, a sus
espaldas. Era circular, con seis columnas pegadas a las paredes y un
gran sarcófago de piedra en el centro, junto con algunas rocas
desperdigadas aquí y allá, desprendidas hacia décadas del techo.
Al otro extremo debía estar la sala del tesoro, con sus compañeros
preparados con espadas y hachas. Miró al frente, al umbral y al
pasillo oscuro de más allá. No veía ni torta, pero podía oír el
eco de pasos que se acercaban. La verdad era que no sabía mucho
sobre tácticas militares, pero ese no parecía un buen lugar donde
ponerse a esperar. Si hubieran tenido ballestas, sí, ese estrecho
pasillo habría convertido a cualquier intruso en presa fácil, pero
no tenían armas a distancia. Y se colocaban al fondo de la sala,
donde perdían toda la ventaja de la estrechez del pasillo, y donde
se estorbaban unos a otros. Supuso que no se podía esperar mucho más
de Cráneo. ¿Qué habría hecho, en su lugar? Bueno, para empezar,
no quedarse a esperar. Esconder a unos cuantos en el camino, dejar
que los intrusos pasaran y así emboscarlos por detrás y pillarlos
en pinza.
—¡A donde vas, gusano! —gritó Cráneo, pero Clavículo pasó de
él. El pasillo estaba flanqueado por urnas, llenas de, asumió, las
cenizas de los allegados del Rey. Cráneo se acercó con una
antorcha, y su luz le dejó elegir una y meterse dentro. Su pie se
hundió en polvo gris.
—Perdona —dijo al inquilino de la urna.
—No pasa nada —contestaron las cenizas.
—¡Vuelve aquí ahora mismo, pedazo de burro! ¡Tienes que esperar
delante! ¡No me hagas venir a buscarte porque te trituro! ¿Donde
estás?
Los ruidos de pasos se hicieron más fuertes. Clavículo no veía
nada, pero oyó muchas cosas. A Cráneo, y algunas voces
desconocidas, que pronunciaron palabras que no entendía. Luego, un
sonido bello y extraño, agudo, parecido al trino de una copa de
cristal tocada por un dedo mojado. Luego, otro más familiar, el de
llamas crepitando. Una gran cantidad de luz entró por la boca de la
urna, algo recorrió el pasillo como un bólido, oyó el grito de
Cráneo, y luego el ruido de huesos desparramados. Los intrusos
avanzaron, pasaron de largo y se dirigieron a la Sala del Rey. Al
asomarse, Clavículo contó a cuatro personas, humanos vivos. Un
espadachín, un arquero, un mago y un sacerdote. El espadachín
bloqueaba el paso con su gran escudo, el sacerdote usaba magia para
endurecer sus defensas, y el mago y el arquero hacían estragos entre
los esqueletos totalmente expuestos. Los huesos de Cráneo estaban
esparcidos por todas partes, requemados y pisoteados por el grupo de
aventureros.
Clavículo consideró la idea de largarse. Tenía vía libre hacia el
exterior. No sabía qué podía ocurrir, pero sería mejor que
quedarse soportando a esa panda de descerebrados. Cráneo no estaba
muerto del todo, veía que sus huesos se meneaban todavía.
—¿Qué hacemos?
—¡No lo sé! ¡Tu ataca!
—¡No nos deja!
—¡Pues tira piedras o algo!
—¡No sirve!
—¡Argh!
Había un fémur de Cráneo cerca. Mientras lo cogía, pensó que si
se largaba al menos tendría que llevarse a Martillo. No se merecía
quedarse solo con esos payasos. Agarró el hueso por el extremo de la
rodilla y golpeó su palma suavemente con la cabeza articular. Sí.
No era muy pesado, pero era largo y sólido. Como arma improvisada,
no estaba mal. Se acercó a los aventureros, levantó el brazo todo
lo que pudo, y arreró al mago en toda la coronilla. El ruido fue
bastante gracioso. El hombre se giró, lo miró, abrió la boca, y
entonces se desmayó.
Sus compañeros reaccionaron. Gritaron. Hablaban una lengua distinta,
pero estaba bastante seguro de que estaban gritando por qué nadie
vigilaba la retaguardia. El espadachín no se movió para evitar que
los esqueletos atacaran. El arquero protegió al sacerdote, quien
mantenía el hechizo endurecedor sobre el espadachín, tensó la
cuerda y disparó. Clavículo ya había visto que esas flechas debían
estar preparadas para enfrentarse a ellos, dado que de ser comunes y
corrientes, poco daño podían hacer a seres sin carne. Al impactar
provocaban un pequeño estallido de luz, seguramente una bendición
contra artes oscuras. Por eso, en lugar de averiguar el efecto que
podía tener sobre él, decidió interponer el omóplato de Cráneo y
dejar que él se llevara el golpe. Oyó su grito de dolor e
indignación en algún sitio a sus pies. El hueso plano, todavía
entero, fue lanzado. No a por el arquero, sino a por el sacerdote,
acobardado tras su compañero. Le dio de lleno en la frente, y el
hechizo protector se deshizo. Los esqueletos superaron al espadachín
por pura ventaja numérica.
—¡Te tenemos, capullín!
—¡Toma, toma, toma!
Clavículo no dejó espacio al arquero para moverse. Atrapados en esa
pinza, los aventureros, el espadachín en especial, se llevaron una
buena paliza. Al final, quedaron todos neutralizados, aunque vivos.
El sacerdote ya se había recuperado, y estaba acurrucado contra la
pared, sin su vara, con el espadachín molido a palos a sus pies, el
arquero desarmado agarrado por Martillo, y el mago todavía noqueado.
—¡Buen trabajo, muchachos! —dijo Cráneo, que ya se había
recompuesto. Los esqueletos daban palmadas y gritaban alegres con sus
oxidadas armas en el aire. Claviculo miraba al sacerdote encogido de
terror. Era joven. Murmuraba para sí, quizá rezando a su dios.
—¡El jefe estará contento! ¡Ahora, solo queda limpiar y nos
vamos de vuelta a celebrar!
Clavículo vio como los esqueletos alzaban sus armas de nuevo.
—Esperad un momento —dijo—. ¿Que pensais hacer? ¿Matarlos?
—Toma, si no ¿qué? ¿Los invitamos a jugar a cartas? —preguntó
un esqueleto con hacha.
—Ya los hemos derrotado y les hemos dado un buen escarmiento. ¿Por
qué no les dejais que se vayan?
—¡Sí, hombre, para que vuelvan con refuerzos!
—Los derrotaremos otra vez. Si esta defensa ha sido una chapuza y
aún así les hemos parado los pies. Si ponemos trampas y nos
organizamos mejor, este sitio es impenetrable.
—¡Qué sabrás tu, novato! —gritó Cráneo, que lo golpeó.
Clavículo no hizo caso, mirando al sacerdote. Joder, si era un niño.
Estaba llorando. Seguramente no comprendía lo que estaban diciendo.
—Vamos, dejadlos ir. Si no aprenden la lección, ya pensaremos en
darles matarile.
Los esqueletos se miraron entre ellos.
—Bueno, la verdad es que ya está hecho, ¿no?
—Sí, yo me lo he pasado pipa. ¡Que vuelvan!
—Sí, que si no, nos aburrimos.
—¡Parad de decir sandeces! —gritó Cráneo. Le quitó un hacha
de las manos al esqueleto más cercano— ¡Las órdenes son matar a
los intrusos! —Clavículo se agachó— Si de repente os han dado
manías, ya lo haré yo mismo, pedazos de...
—Eh, Báculo.
Clavículo golpeó la cabeza de Cráneo con el plano de la espada del
aventurero herido. A diferencia de las que usaban ellos, esa era
sólida, pesada y afilada. La calavera rebotó contra la pared, rodó
por el suelo, y Clavículo la hizo pedazos con un espadazo con todas
sus fuerzas. El eco del golpe precedió un silencio sobrecogido. El
cuerpo de Cráneo seguía en pie, pero parecía desorientado, como si
acabara de olvidar qué hacía allí o qué estaba pasando. Clavículo
alzó la espada con gran torpeza. Pesaba mucho. Nadie dijo nada.
Luego, pateó con suavidad al sacerdote.
—¡Largo! ¡Vamos, largo!
No entendió las palabras, pero sí los gestos. Con cara de no
creerse su propia suerte, los aventureros ayudaron a sus compañeros
heridos y pusieron pies en polvorosa. El joven sacerdote miró atrás
una vez y cruzó la mirada con Clavículo, quien tuvo ganas de decir
adiós con la mano.
La tierra tembló. Polvo cayó del techo. Los esqueletos soltaron las
armas, alzaron los brazos y se pusieron a correr de un lado a otro
como pollos sin cabeza. Con una gran teatralidad que a Clavículo le
pareció de mal gusto, un mago se apareció en la Sala del Rey en un
estallido de llamas violetas. Sobre el hombro notó la mano de
Martillo.
—Espero que estés listo para afrontar las consecuencias de tu
decisión —le dijo.
—Lo estoy.
—Bien. Yo también.
El nigromante. No hacía falta haberlo visto antes para reconocerlo.
Era distinto a los esqueletos, y a los aventureros que acababan de
dejar marchar. El poder oscuro se derramaba de él.
—¿Qué es esto? —preguntó— ¿Un esqueleto rebelde?
Su voz no sonaba enfadada, pero daba algo de miedo. Sus huesos
parecían vibrar con sus palabras.
—¿Por qué has dejado escapar a los intrusos? ¿Por qué has
atacado a uno de los tuyos?
Porque ellos todavía estaban vivos. Porque él no había pedido
regresar. Porque odiaba la idea de la esclavitud y la obediencia
ciega.
—Porque me ha dado la gana.
—Se te ha permitido convervar una porción demasiado grande de tu
personalidad en vida. No es algo aceptable en un esqueleto viviente
—miró a Martillo—. Y parece que tu enfermedad es contagiosa. No
podré permitir que os quedeis aquí infectando con ideas peligrosas
a mis esclavos.
Grandes llamas moradas se congregaron en sus brazos. Clavículo sentía
temor, pero le daba igual. No se arrepentía de su decisión. Y sabía
que eso era algo que había logrado retener de su vida pasada como
mortal. No rendía su voluntad a nadie. Quizá por eso había muerto
joven... pero sabía que de ser el caso, habría muerto satisfecho
con sus decisiones.