viernes, 24 de diciembre de 2021

Doña Águila (relato)

 

En una mañana fresca y soleada, doña Águila se desperezó, se estiró y despegó de su nido en busca del desayuno. Sus grandes ojos localizaron un conejo desprevenido.

Con su presa bien agarrada, doña Águila se posó en su roca favorita a degustar la carne. Había alcanzado la madurez hacía poco, era bella como el cielo despejado sobre su cabeza, y tan inalcanzable como el mismo. Muchos pretendientes habían intentado cortejarla, y todos habían descubierto que el afilado pico de doña Águila no solo servía para desgarrar carne, sino también podía despedazar un alma incauta.

Ese día, ya había tres pájaros esperando su oportunidad para ganarse el favor de la dama: el poderoso don Quebrantahuesos, el sabio don Búho y el astuto don Cuervo. Con gran fanfarronería fue don Quebrantahuesos el primero en volar al pie de la roca.

—Gran dama de las alturas,

seré vuestro marido,

con quien compartiréis nido

sin lugar a dudas.


Doña Águila se tomó su tiempo saboreando el conejo antes de responder.


—¿Qué os hace, caballero,

sentiros tan seguro?

Pues mi juicio es duro

y su dolor duradero.


—Solo mi linaje, como sabréis

sabe romper huesos.

Conmigo tuétano comeréis

y tampoco faltaran los besos


Poco impresionada, doña Águila contestó.


—Vos sois un pobre pretendiente.

¡Quiere alimentarme con deshechos!

Y no quiere asumir los hechos:

sus besos son pestilentes.


Don Quebrantahuesos se marchó para lamerse las heridas de su orgullo. Don Búho desplegó las alas y tomó su lugar.


—Vos sois dama de gusto exquisito

y vuestro desprecio parece infinito.

Mas mi turno ha llegado

hoy seré vuestro amado.


Doña Águila se limpió el pico.

—Ya deberían haber aprendido

que mi corazón se vende caro,

así que no os parezca raro

que acabe el vuestro dolorido.


—Como sabio soy famoso

y mi vuelo es silencioso,

mis presas en la oscuridad, cegadas,

no escapan a mis garras afiladas.


—Por que seáis sabio y exitoso

no dejáis de ser asqueroso.

Si os permito entrar en mi nido

Vuestras egagrópilas lo dejarán perdido.


El búho giró la cabeza:

—Vos os lo perdéis, por orgullosa

Pero que quede clara una cosa:

Más exitoso que vos soy al cazar.

El doble de presas puedo atrapar.


Don Búho se fue sin que doña Águila contestara nada. Don Cuervo voló y se colocó a la sombra de la roca. Miró hacia arriba, pero no abrió el pico.


—¡Vos, don Cuervo, sois tan pequeño!

Ni siquiera sois ave de presa.

Los poderosos fracasaron en su empeño

su éxito sería una sorpresa.


—No vengo por amor, os digo.

¡Vuestro pico y su dureza!

Quiero ver si su crueza

puede compararse conmigo.


Doña Águila ladeó la cabeza, intrigada.


—¡Por un reto verbal habéis venido!

En insultos, jamás seré vencida.

Mas, me siento muy complacida.

El combate será divertido.


Desplegó las alas, aleteó con fuerza y se elevó. Su gran sombra cortó el campo alrededor de Don Cuervo, quien siguió la estela de la poderosa Doña Águila con la mirada.


—¡Sois muy temerario

al desafiarme en solitario!

¡Traed a vuestra bandada,

solo no podéis hacer nada!


¡Solo coméis basura,

lo que podéis robar a otros!

¡Vuestros talentos son pocos!

¿Cómo vais a estar a la altura?


Se oyó un disparo de escopeta. Doña Águila, asustada, buscó frenéticamente en el horizonte, sin ver a ningún cazador humano. El disparo se repitió, pero esta vez vio que había sido la garganta de don Cuervo quien lo había producido.


—Por pocos que poseo, este talento

veo que no os deja indiferente.

Parece más que suficiente

para daros un escarmiento.


No haríais gala de tanta bravura

si vos, mi señora, tuvierais mi estatura

tras vuestro tamaño y bellas plumas

¡escondéis un alma llena de dudas!


Doña Águila hizo un vuelo rasante por encima de Don Cuervo.


Con razón tenéis fama de artero,

pequeña ave de mal agüero.

¿Queréis hablar de tamaño?

¡Me dais ocasión de haceros daño!


¿Qué come el cuervo? ¡Caracoles, cucarachas, carroña! ¡Carne no consume sin que los campeones de los cazadores cacen primero!

¡Por vuestra debilidad

solo coméis carne de verdad

después de nuestra saciedad!


—¡Bella aliteración, del águila atontada, atolondrada, atrapada en su altanería y arrogancia, acróbata en las alturas pero alejada y aislada del amor!

¡La verdad es, os sentís sola!

Y os aseguro, no es trola,

tenéis una verruga en la cola.


Alarmada, doña Águila bajó enseguida, giró la cabeza y se examinó el trasero.


—¡Me habéis mentido!

¿Cómo os habéis atrevido?


—Ha sido divertido

y muy entretenido.


—¡Por este engaño

debería haceros daño!

Para eso tengo a mi sirviente...

¡doña Serpiente!


Doña Águila señaló con el ala de forma muy convincente. Don Cuervo se asustó, revoloteó, y luego se calmó. Doña Serpiente no estaba ahí. Doña Águila chilló contenta por su éxito. Don Cuervo soltó una risotada.


—Me habéis engañado ¡bien hecho!

Creo que con esto, me doy por satisfecho.


Don Cuervo iba a marcharse, pero doña Águila se abalanzó sobre él y lo atrapó.


—¡No os vayáis, por favor!

¡Nunca había sentido este ardor!

Ahora es cuando se pone interesante

¡Debemos seguir adelante!


—¡No me agarréis tan fuerte

si no queréis darme muerte!

¡Pero si deseáis mi compañía,

            casémonos, señora mía!


            —¡Deseo ser vuestra esposa!

            Pero incierta es una cosa...

            Al principio habéis declarado

            que el amor estaba descartado.


            Mi señora os debo confesar

            que antes os he mentido.

            Pero admitirlo no tenia sentido

            si no os lograba impresionar.


Así, doña Águila y don Cuervo se casaron y pasaron el resto de sus días entre cariñosas discusiones y competiciones líricas.

sábado, 18 de diciembre de 2021

Clavículo (relato)


Se despertó de pie. Fue lo primero que le llamó la atención. Ya estaba en pie cuando se hizo la luz en su visión, incluso si no había mucho que ver. Piedra basta y húmeda a su alrededor, un portal por el que entraba el brillo anaranjado de un fuego, y detrás de él... huesos. Montones de ellos, apilados hasta las estalagmitas. Sus tobillos estaban bajo una capa de vértebras y costillas sueltas. Al mirar hacia abajo, vio sus propios huesos al aire. Sus piernas no eran más que varas blancas y articuladas, sin pizca de carne, pero inexplicablemente unidas y capaces de moverse. Levantó el pie y meneó los dedos. Se miró las manos. Luego se tocó el torso y la cabeza. Sí, todo él no era más que huesos.

Oyó una campanilla más allá del portal.

—¡Uno nuevo! —dijo alguien.

Caminó hacia la luz, y alguien le cortó el paso. Era más grande que él, pero estaba en la misma situación: nada más que huesos. Y aún así, las cuencas vacías se fijaron en él y supo con certeza que lo estaba mirando.

—¿Qué tal, novato? —dijo animado, y le hizo gestos para que se acercara— Vamos, sal, no te quedes ahí parado. Deja que te veamos bien.

Obedeció. El esqueleto grande no tenia labios, garganta, lengua o pulmones, y aún así su voz no delataba para nada su verdadera naturaleza. Se tocó su propia mandíbula y se preguntó sí él también podría hablar. La siguiente cámara era más espaciosa y estaba iluminada con antorchas, pero no era mucho mejor que la anterior. Había nichos en las paredes, algunos ocupados por féretros podridos, algunos vacíos. Esperándolos habían otros tres esqueletos andantes.

—¡Bienvenido! —dijo el primero— Estos son Parietal, Húmero y Tibia. ¡Y yo soy Metacarpo! Antes que nada, tenemos que ponerte un nombre.

—¿No puedo elegirlo yo? —fueron las primeras palabras que pronunció. Le salió sin esfuerzo alguno, como si lo hubiera hecho toda la vida. Pero... ¿qué vida?

—¡No! ¡Es tradición que los veteranos pongan nombre a los novatos! ¿Qué opinais?

—Es pequeño —opinó Parietal, cuyo cráneo estaba roto por un lado.

—Parece algo enclenque —añadió Húmero.

—Y quebradizo —terminó Tibia, quien tenía voz femenina.

—¡Ya sé! —exclamó Metacarpo— A partir de hoy, tu nombre es... ¡Clavículo!

—¿Tengo derecho a voto? —preguntó “no-quiero-llamarme-clavículo”.

—Clavículo —repitieron los otros tres.

¿Qué era mejor, un nombre estúpido o ningún nombre en absoluto? ¿Por qué no tenía nombre, para empezar? ¿Quién era?

—¡Clavículo! —bueno, parecía que a corto plazo tendría que conformarse con eso— Has venido en buen momento. Nos estábamos aburriendo.

Clavículo se dejó arrastrar por los esqueletos. Las siguientes cámaras por las que pasaron eran muy parecidas a la anterior. En conjunto, todo el lugar debía ser una necrópolis y si tenia que apostar, habría dicho que estaban bajo tierra. No había ni una sola ventana y alguna que otra raíz había invadido el lugar a través de las paredes. Un minuto después, estaban en una estancia espaciosa y circular que en otro tiempo, quizá siglos atrás, hubiera sido una plaza al aire libre antes de que el cementerio la enterrara. Ahora, docenas de esqueletos la estaban usando para pasar el rato y trabajar. Algunos jugaban a las cartas con una baraja vieja, otros jugaban a los dardos... parecía que usaban vértebras sueltas como fichas para apostar. Algunos de ellos estaban jugando con un costillar demasiado grande para ser humano, golpeando aquí y allá, en apariencia para intentar convertirlo en un instrumento de percusión. El que más le llamó la atención fue uno que estaba trabajando en solitario en una forja.

—¡Bienvenido a la sala de recreo! Pasamos la mayor parte del tiempo aquí.

Clavículo echó un buen vistazo a toda la sala antes de hablar.

—Dices “de recreo”, pero ese está trabajando —señaló al herrero.

—¡No, no! Cuando sea hora de trabajar de verdad, lo sabrás. Cierto, al jefe le gustaría que dedicáramos más tiempo a entrenar y hacer cosas “productivas” —la forma en que dijo esa palabra fue bastante despectiva— pero uno se cansa de hacer todo el rato lo mismo. Por mucho que entrenemos, no sacaremos músculo, no sé si me entiendes.

Clavículo miró lo que habría sido la barriga de Metacarpo. Era del todo ilógico llamar “gordo” a un esqueleto, y sin embargo, la forma en que las costillas inferiores estaban más abiertas que las superiores, la columna doblada como si recordara el peso que había soportado en vida, las rodillas separadas para apuntalarse mejor...

—No. Supongo que no —prefirió no comentar nada al respecto.

—¡Muchachos, este es Clavículo! —fue presentado ante los demás, que no le hicieron mucho caso, y luego llevado al lado de la herrería.

—Este es el equipamiento estándar. Espada corta y broquel —le señaló Metacarpo.

—¿Y esas hachas? —preguntó Clavículo señalando las armas en cuestión.

—¡Solo para veteranos! Si sobrevives unas cuantas batallas tendrás derecho a ellas. ¡Elige cualquier espada! Yo voy a avisar a Cráneo mientras tanto.

Clavículo examinó las espadas. Había docenas de ellas, pero todas estaban oxidadas, melladas, y algunas rotas.

—Coge al azar. No tienen buen aspecto, pero aún así puedes hacer mucho daño si arreas bien fuerte —alzó la cabeza y cruzó la mirada con el herrero—. Pareces confundido —añadió mientras templaba la hoja a medio hacer en agua.

—Lo estoy —reconoció Clavículo.

—La mayoría no son así. Despiertan de la muerte y en seguida aceptan que son esqueletos vivientes y se dejan distraer con pasatiempos o se pasan el rato esperando que alguien ladre una orden. Nosotros somos los raros, me temo.

El herrero despertó el interés de Clavículo.

—¿Sabes por qué nos ocurre esto?

—En algun sitio por encima de nosotros hay un nigromante. Se instaló sobre las ruinas de esta necrópolis porque no le faltaban huesos viejos con los que jugar. De vez en cuando, la magia se acumula y uno de nosotros despierta con esta guisa.

—¿Por qué?

—¿Que por qué nos tiene aquí abajo? Somos sus perros guardianes. Si algun aventurero viene a husmear las ruinas, lo espantamos. La verdad es que nunca lo he visto. No se molesta en bajar por aquí. En cierto modo, somos sus desechos. Pero no dejes que eso te afecte —añadió en tono un poco más amistoso, y más agradable que la exagerada efusividad de Metacarpo—. Clavículo, ¿eh? Puedes llamarme Martillo.

Le tendió la mano y se la estrechó. Las falanges produjeron una curiosa cacofonía.

—El hueso del oído, ¿no?

—Eres el único que ha entendido que mi nombre no viene de mi profesión. El primer nombre que me pusieron fue Esternón.

—Vaya...

—Podría ser peor. Hay un tipo que se llama Esfenoides.

—¡Que viene Cráneo! ¡Todos a formar!

Martillo suspiró de forma bastante impresionante para alguien sin pulmones. Dejó sus herramientas y bajó el fuego de la fragua.

—Ármate de paciencia, chaval —le dijo, y le indicó que se colocara en la fila que se estaba formando a lo largo de una pared despejada de la sala. Metacarpo se les unió y tras él apareció un nuevo esqueleto. Llevaba un casco con penacho que podría haber sido impresionante y haber infundido respeto cosa de dos siglos atrás.

—¡Todos firmes, mendrugos! —bramó. Llevaba una porra de madera, y la meneó en el aire mientras el resto de esqueletos corrían a ocupar sus puestos. Clavículo se puso firme como todos.

—Me han dicho que tenemos a un novato... ¡pero eso puede esperar! ¡Cabo Cadera! ¿Donde están las ballestas que tenia que conseguir?

—No las he conseguido, señor —respondió con calma otro esqueleto femenino.

—¡Le dije que no volviera sin esas ballestas, cabo! —chilló Cráneo, con sus dientes muy cerca de la frente de Cadera, más baja que él.

—Esa parte se me olvidó, señor —dijo Cadera, quien recibió un garrotazo que tomó por sorpresa a Clavículo—. Ay —dijo Cadera en tono llano.

—¡Cuando acabe esta revista, irá a por ellas!

—Sí, señor.

—¡Y usted, sargento Menisco! ¿Qué hay de esos perros guardianes?

Martillo susurró:

—Verás mucho de esto. Cráneo pide cosas, por difíciles de conseguir que sean. Estamos lejos de la aldea más cercana y además...

—No es como si pudiéramos entrar tranquilamente en un pueblo, ¿verdad? —señaló Clavículo. Martillo asintió. Metacarpo se metió por medio mientras de fondo el sargento Menisco se llevaba algunas tortas.

—Cráneo quiere esas ballestas desde hace semanas. Pero no pasa nada. Haz como nosotros. Agacha la cabeza, di “sí señor” y se olvidará de ti hasta la próxima revista. No te preocupes, los garrotazos no duelen.

—¡Nada de hablar durante las revistas! —Metacarpo se llevó un porrazo—. ¡Ajá! ¡Así que este es el nuevo novato! ¡No llega ni a la mitad de uno!

Clavículo miró a Cráneo. Fue una suerte que los huesos de la cara no pudieran transmitir emociones, porque sentía mucho desagrado.

—¿Como te llamas, gusano? —vociferó Cráneo.

—Me han puesto Clavículo —hubo un segundo de silencio. Entonces la porra de Cráneo lo golpeó en el pecho.

—¡Qué se dice!

Metacarpo tenia razón, no dolía en absoluto. Y aún así, fue muy molesto.

—Señor —gruñó.

—Eso está mejor. ¡Clavículo! ¡Apropiado para un huesecillo pequeño y delgaducho!

Clavículo podría haberse quedado callado, pero no quiso.

—Su nombre es también apropiado, señor.

Solo Martillo lo miró. El resto de esqueletos pensó que el chaval aprendía rápido y le estaba haciendo la pelota a su nuevo jefe, pero el herrero no se dejó engañar. El tono del chaval estaba lleno de malas intenciones.

—¡Ah, por supuesto! ¡Yo soy el que manda, el más listo! ¡Por eso soy Cráneo!

—El que piensa es el cerebro. El cráneo solo es el envoltorio vacío.

Silencio. Los otros esqueletos lo miraron.

—A la hora de dar órdenes, el cráneo no cuenta más que la clavícula.

—¡Pues nos ha salido listillo, el recluta! —Cráneo lo golpeó tan fuerte que la calavera de Clavículo se desprendió del cuello, pero la cogió con las manos antes de que cayera al suelo. En un movimiento inconsciente, se la colocó de nuevo— ¡Por esta bromita ahora voy a ponerte en primera línea en la próxima batalla! ¡A ver si te ries entonces!

—No me estoy riendo, señor. Solo afirmo hechos —se llevó otro garrotazo.

—¡Silencio! ¡Te quedas sin broquel! ¡Y a la siguiente, te quedas sin espada!

—Solo digo que debería cambiar a un nombre más apropiado. ¿Que tal Báculo?

Una parte de los esqueletos contuvieron la risa, porque habían pillado el chiste.

—¡Un báculo es un bastón, mendrugo! ¡No es un hueso!

—Es un hueso que tienen muchos animales, señor.

—¿Y donde lo tienen?

—En una parte que se parece mucho a usted, señor.

Un esqueleto cercano soltó una breve pedorreta, a pesar de no tener labios.

—Pero si prefiere, tengo alternativas —siguió Clavículo, envalentonado— ¿Qué tal Coccis?

—¡JA! —se le escapó a otro esqueleto.

—Sí. Sí, tiene usted cara de Coccis.

Algunos de los esqueletos ya no podían más. Las risitas eran audibles para todos. Por desgracia, Cráneo pilló ese chiste y no le hizo gracia.

—¡Se acabó! —Clavículo fue derribado esta vez— ¡Te quedas sin espada! ¡Que los aventureros hagan contigo lo que quieran!

—Lo que tu digas, don Bacúlo Caracoccis.

Muchos esqueletos se estaban riendo ya a mandíbula batiente y sin disimulo alguno. Frustrado, Cráneo intentó hacerlos callar con insultos, amenazas y golpes, pero le costó mucho. Una calavera voló por la sala, y todavía se reía cuando su dueño corrió a recogerla. Cráneo, incapaz de acallarlos, se largó enfurecido. Martillo ayudó a Clavículo a ponerse en pie.

—No es buena idea hacerlo enfadar —le dijo—. Es rencoroso y mezquino.

—¿Por qué dejais que os trate así? —preguntó Clavículo, irritado— ¡Si es igual que nosotros! Si se quitara ese estúpido casco, no podría distinguirlo.

—Es el jefe —contestó Metacarpo con simpleza.

—¿Con qué derecho?

Hubo silencio, roto por algunas carcajadas rezagadas.

—Pues... porque él lo dice. Y él es el jefe.

Clavículo entendió pronto que esa conversación no llegaría a ningún sitio.

—Aquí todos son muy sumisos —le dijo Martillo, mientras volvían a la fragua—. Ya te lo he dicho, nosotros somos los raros. Los demás se someten con facilidad y siguen órdenes sin rechistar.

—¿Y tú qué? ¿También te sometes?

—Sí —reconoció Martillo con tranquilidad—. Al principio era como tu, aunque no tan atrevido. Luego decidí que si quería seguir existiendo, me convenía estar de buenas con Cráneo. Iba bien en serio, te dejará desarmado.

—Bueno, ¿y qué? ¡Somos esqueletos! ¡Ya estamos muertos!

—¿Y ya no sientes apego a la vida?

Clavículo no supo qué contestar. No tenía miedo a morir, eso estaba claro. No estaba preocupado por las amenazas de Cráneo. Es decir, hacía menos de una hora todavía estaba muerto y no recordaba que fuera especialmente desagradable. ¿Qué más daba volver a dormir? Aún así, notaba el fantasma del instinto de supervivencia en los huesos.

—La herrería me apasiona —dijo Martillo—. Es un oficio humilde, pero muy satisfactorio. Ya que el destino me ha dado una segunda vida, aprovecharé para disfrutarla hasta que se me acabe el tiempo de nuevo. No desperdicies esta oportunidad solo porque los primeros momentos han sido desagradables.

—Ya, supongo que tienes razón —admitió Clavículo de mala gana—. ¿Recuerdas algo? —preguntó al cabo de un rato— De tu vida pasada.

—Nada —respondió Martillo con seguridad.

Una escandalosa y desafinada campana inundó las catacumbas con su tañido.

—Oh, por el amor de... —gruñó Martillo, que ya había encendido otra vez el fuego.

—¿Qué es eso?

—La alarma. Nos invaden.

—¡Todos en marcha, tarugos! —gritó Cráneo. Clavículo puso los ojos que no tenía en blanco— ¡Tú, piltrafilla! ¡Al frente contigo!

Claviculo fue arrastrado por su superior sin oponer resistencia. Notaba que los demás los seguían de cerca por un camino ascendente que intercalaba escaleras de piedra con túneles ascendentes. Llegaron a una cámara muy oscura, cuya única luz venía de una diminuta grieta en el techo. Sin lugar a dudas, era luz solar. La visibilidad aumentó cuando la tropa de esqueletos trajo antorchas.

—¡Bien, han entrado por el ala oeste! —bramó Cráneo— ¡Identidades desconocidas, equipamiento desconocido, número de hostiles desconocido! ¡Lo de siempre! Seguro que vienen a por la cámara del tesoro, así que nosotros esperamos aquí, en la Sala del Rey. ¡No pueden venir por otro sitio! Tú, renacuajo —empujó a Clavículo por un pasillo—¡Vendrán por aquí! ¡Intenta lidiar con ellos con tus chistes, si puedes!

—¡Ánimo, chaval!

—¡Luego te volveremos a montar!

—¡Silencio, u os unireis a él, mamelucos!

Con calma, Clavículo echó un vistazo a la Sala del Rey, a sus espaldas. Era circular, con seis columnas pegadas a las paredes y un gran sarcófago de piedra en el centro, junto con algunas rocas desperdigadas aquí y allá, desprendidas hacia décadas del techo. Al otro extremo debía estar la sala del tesoro, con sus compañeros preparados con espadas y hachas. Miró al frente, al umbral y al pasillo oscuro de más allá. No veía ni torta, pero podía oír el eco de pasos que se acercaban. La verdad era que no sabía mucho sobre tácticas militares, pero ese no parecía un buen lugar donde ponerse a esperar. Si hubieran tenido ballestas, sí, ese estrecho pasillo habría convertido a cualquier intruso en presa fácil, pero no tenían armas a distancia. Y se colocaban al fondo de la sala, donde perdían toda la ventaja de la estrechez del pasillo, y donde se estorbaban unos a otros. Supuso que no se podía esperar mucho más de Cráneo. ¿Qué habría hecho, en su lugar? Bueno, para empezar, no quedarse a esperar. Esconder a unos cuantos en el camino, dejar que los intrusos pasaran y así emboscarlos por detrás y pillarlos en pinza.

—¡A donde vas, gusano! —gritó Cráneo, pero Clavículo pasó de él. El pasillo estaba flanqueado por urnas, llenas de, asumió, las cenizas de los allegados del Rey. Cráneo se acercó con una antorcha, y su luz le dejó elegir una y meterse dentro. Su pie se hundió en polvo gris.

—Perdona —dijo al inquilino de la urna.

—No pasa nada —contestaron las cenizas.

—¡Vuelve aquí ahora mismo, pedazo de burro! ¡Tienes que esperar delante! ¡No me hagas venir a buscarte porque te trituro! ¿Donde estás?

Los ruidos de pasos se hicieron más fuertes. Clavículo no veía nada, pero oyó muchas cosas. A Cráneo, y algunas voces desconocidas, que pronunciaron palabras que no entendía. Luego, un sonido bello y extraño, agudo, parecido al trino de una copa de cristal tocada por un dedo mojado. Luego, otro más familiar, el de llamas crepitando. Una gran cantidad de luz entró por la boca de la urna, algo recorrió el pasillo como un bólido, oyó el grito de Cráneo, y luego el ruido de huesos desparramados. Los intrusos avanzaron, pasaron de largo y se dirigieron a la Sala del Rey. Al asomarse, Clavículo contó a cuatro personas, humanos vivos. Un espadachín, un arquero, un mago y un sacerdote. El espadachín bloqueaba el paso con su gran escudo, el sacerdote usaba magia para endurecer sus defensas, y el mago y el arquero hacían estragos entre los esqueletos totalmente expuestos. Los huesos de Cráneo estaban esparcidos por todas partes, requemados y pisoteados por el grupo de aventureros.

Clavículo consideró la idea de largarse. Tenía vía libre hacia el exterior. No sabía qué podía ocurrir, pero sería mejor que quedarse soportando a esa panda de descerebrados. Cráneo no estaba muerto del todo, veía que sus huesos se meneaban todavía.

—¿Qué hacemos?

—¡No lo sé! ¡Tu ataca!

—¡No nos deja!

—¡Pues tira piedras o algo!

—¡No sirve!

—¡Argh!

Había un fémur de Cráneo cerca. Mientras lo cogía, pensó que si se largaba al menos tendría que llevarse a Martillo. No se merecía quedarse solo con esos payasos. Agarró el hueso por el extremo de la rodilla y golpeó su palma suavemente con la cabeza articular. Sí. No era muy pesado, pero era largo y sólido. Como arma improvisada, no estaba mal. Se acercó a los aventureros, levantó el brazo todo lo que pudo, y arreró al mago en toda la coronilla. El ruido fue bastante gracioso. El hombre se giró, lo miró, abrió la boca, y entonces se desmayó.

Sus compañeros reaccionaron. Gritaron. Hablaban una lengua distinta, pero estaba bastante seguro de que estaban gritando por qué nadie vigilaba la retaguardia. El espadachín no se movió para evitar que los esqueletos atacaran. El arquero protegió al sacerdote, quien mantenía el hechizo endurecedor sobre el espadachín, tensó la cuerda y disparó. Clavículo ya había visto que esas flechas debían estar preparadas para enfrentarse a ellos, dado que de ser comunes y corrientes, poco daño podían hacer a seres sin carne. Al impactar provocaban un pequeño estallido de luz, seguramente una bendición contra artes oscuras. Por eso, en lugar de averiguar el efecto que podía tener sobre él, decidió interponer el omóplato de Cráneo y dejar que él se llevara el golpe. Oyó su grito de dolor e indignación en algún sitio a sus pies. El hueso plano, todavía entero, fue lanzado. No a por el arquero, sino a por el sacerdote, acobardado tras su compañero. Le dio de lleno en la frente, y el hechizo protector se deshizo. Los esqueletos superaron al espadachín por pura ventaja numérica.

—¡Te tenemos, capullín!

—¡Toma, toma, toma!

Clavículo no dejó espacio al arquero para moverse. Atrapados en esa pinza, los aventureros, el espadachín en especial, se llevaron una buena paliza. Al final, quedaron todos neutralizados, aunque vivos. El sacerdote ya se había recuperado, y estaba acurrucado contra la pared, sin su vara, con el espadachín molido a palos a sus pies, el arquero desarmado agarrado por Martillo, y el mago todavía noqueado.

—¡Buen trabajo, muchachos! —dijo Cráneo, que ya se había recompuesto. Los esqueletos daban palmadas y gritaban alegres con sus oxidadas armas en el aire. Claviculo miraba al sacerdote encogido de terror. Era joven. Murmuraba para sí, quizá rezando a su dios.

—¡El jefe estará contento! ¡Ahora, solo queda limpiar y nos vamos de vuelta a celebrar!

Clavículo vio como los esqueletos alzaban sus armas de nuevo.

—Esperad un momento —dijo—. ¿Que pensais hacer? ¿Matarlos?

—Toma, si no ¿qué? ¿Los invitamos a jugar a cartas? —preguntó un esqueleto con hacha.

—Ya los hemos derrotado y les hemos dado un buen escarmiento. ¿Por qué no les dejais que se vayan?

—¡Sí, hombre, para que vuelvan con refuerzos!

—Los derrotaremos otra vez. Si esta defensa ha sido una chapuza y aún así les hemos parado los pies. Si ponemos trampas y nos organizamos mejor, este sitio es impenetrable.

—¡Qué sabrás tu, novato! —gritó Cráneo, que lo golpeó. Clavículo no hizo caso, mirando al sacerdote. Joder, si era un niño. Estaba llorando. Seguramente no comprendía lo que estaban diciendo.

—Vamos, dejadlos ir. Si no aprenden la lección, ya pensaremos en darles matarile.

Los esqueletos se miraron entre ellos.

—Bueno, la verdad es que ya está hecho, ¿no?

—Sí, yo me lo he pasado pipa. ¡Que vuelvan!

—Sí, que si no, nos aburrimos.

—¡Parad de decir sandeces! —gritó Cráneo. Le quitó un hacha de las manos al esqueleto más cercano— ¡Las órdenes son matar a los intrusos! —Clavículo se agachó— Si de repente os han dado manías, ya lo haré yo mismo, pedazos de...

—Eh, Báculo.

Clavículo golpeó la cabeza de Cráneo con el plano de la espada del aventurero herido. A diferencia de las que usaban ellos, esa era sólida, pesada y afilada. La calavera rebotó contra la pared, rodó por el suelo, y Clavículo la hizo pedazos con un espadazo con todas sus fuerzas. El eco del golpe precedió un silencio sobrecogido. El cuerpo de Cráneo seguía en pie, pero parecía desorientado, como si acabara de olvidar qué hacía allí o qué estaba pasando. Clavículo alzó la espada con gran torpeza. Pesaba mucho. Nadie dijo nada. Luego, pateó con suavidad al sacerdote.

—¡Largo! ¡Vamos, largo!

No entendió las palabras, pero sí los gestos. Con cara de no creerse su propia suerte, los aventureros ayudaron a sus compañeros heridos y pusieron pies en polvorosa. El joven sacerdote miró atrás una vez y cruzó la mirada con Clavículo, quien tuvo ganas de decir adiós con la mano.

La tierra tembló. Polvo cayó del techo. Los esqueletos soltaron las armas, alzaron los brazos y se pusieron a correr de un lado a otro como pollos sin cabeza. Con una gran teatralidad que a Clavículo le pareció de mal gusto, un mago se apareció en la Sala del Rey en un estallido de llamas violetas. Sobre el hombro notó la mano de Martillo.

—Espero que estés listo para afrontar las consecuencias de tu decisión —le dijo.

—Lo estoy.

—Bien. Yo también.

El nigromante. No hacía falta haberlo visto antes para reconocerlo. Era distinto a los esqueletos, y a los aventureros que acababan de dejar marchar. El poder oscuro se derramaba de él.

—¿Qué es esto? —preguntó— ¿Un esqueleto rebelde?

Su voz no sonaba enfadada, pero daba algo de miedo. Sus huesos parecían vibrar con sus palabras.

—¿Por qué has dejado escapar a los intrusos? ¿Por qué has atacado a uno de los tuyos?

Porque ellos todavía estaban vivos. Porque él no había pedido regresar. Porque odiaba la idea de la esclavitud y la obediencia ciega.

—Porque me ha dado la gana.

—Se te ha permitido convervar una porción demasiado grande de tu personalidad en vida. No es algo aceptable en un esqueleto viviente —miró a Martillo—. Y parece que tu enfermedad es contagiosa. No podré permitir que os quedeis aquí infectando con ideas peligrosas a mis esclavos.

Grandes llamas moradas se congregaron en sus brazos. Clavículo sentía temor, pero le daba igual. No se arrepentía de su decisión. Y sabía que eso era algo que había logrado retener de su vida pasada como mortal. No rendía su voluntad a nadie. Quizá por eso había muerto joven... pero sabía que de ser el caso, habría muerto satisfecho con sus decisiones.

viernes, 10 de diciembre de 2021

Montaña de huesos (relato)


Un majestuoso caballo blanco llegó galopando desde una tierra lejana trayendo consigo a Sir Markus, campeón del rey conocido por su gallardía, su imbatible esgrima y su físico deslumbrante. Tras un viaje de tres meses, por fin tenía delante lo que buscaba: la Montaña de los Huesos. Su verdadero nombre era Daladruin, pero la mayoría de las personas no se acordaba de él, y su nueva denominación encajaba muy bien en ella: las laderas rocosas y empinadas estaban sembradas de huesos, la mayoría humanos.

Markus dejó el caballo y empezó a escalar, pues esa era la única forma de llegar a la cumbre, coronada por el castillo del Rey Vándalo, un conquistador que había sometido a todos sus enemigos gracias al poder de su corona mágica, que otorgaba fuerza bestial, inteligencia divina y poder mágico infinito: quien la poseyera, era invencible. El rey había muerto siglos atrás, pero su corona seguía en el castillo, vigilada por un demonio que no permitía que nadie se la llevara.

Markus llegó al extremo de la escalinata rota que llevaba a la entrada del castillo. De las gárgolas, cornisas y ventanas colgaban decenas de cuerpos humanos en distintos grados de descomposición. Los cuervos que los rondaban miraron con curiosidad al caballero que, imperturbable, subió las escaleras. La puerta principal estaba abierta de par en par. Desenvainó su espada, forjada por el mejor herrero de su reino y encantada por magos; preparó su escudo, igualmente fabuloso, y entró en el antaño suntuoso vestíbulo. Las baldosas, las paredes y las columnas estaban llenas de marcas del paso del tiempo y de innumerables peleas. Había manchas de sangre vieja por todas partes, aunque ningún cuerpo. Al fondo de la sala podía ver el antiguo trono. Según las historias, la corona debía andar cerca...

El suelo retumbó con golpes atronadores y regulares. Con paso lento y tranquilo, hasta cansino, un ser enorme salió de entre las columnas y se acercó a Markus, que alzó el escudo.

-¿Eres tú el demonio que protege la corona del Rey Vándalo? –cuestionó sin rastro de miedo en su voz. La figura era el doble de alta que él, cubierta de pies a cabeza por una gruesa armadura de hierro negro llena de marcas dejadas por infinidad de armas blancas y hechizos. En la mano llevaba un hacha de guerra acorde a su tamaño, con la hoja llena de muescas y con algunos fragmentos desprendidos. Un resoplido se escapó por las rendijas de su casco.

-Sí –respondió con voz grave, profunda y cascada.

-¡Yo, Markus de Regalia, campeón de su majestad Jacobo III, he venido a reclamar esa corona para mi país! ¡Te desafío!

Apuntó con su espada al gigante, que no se movió.

-Deberías irte a casa. No vale la pena, de verdad –le contestó. Markus pareció algo desorientado, como si no hubiera esperado esa respuesta. Pero se recuperó pronto, pues había memorizado muchos discursos solemnes para distintas situaciones.

-¿Irme a casa? ¡He viajado día y noche, sin descanso, para llevar la gloria a mi reino, persiguiendo los sueños de tantos hombres a los que has dado muerte! ¿Y ahora quieres que me vaya, a las puertas del triunfo?

-Nunca es tarde.

-¡Para ti ya es tarde, demonio! ¡Me llevaré la corona, pero antes cortaré tu cabeza para enseñársela al mundo y vengar las muertes de tantos valientes que han...!

El hacha cayó sobre Markus. Se oyó un sonido semejante a un trueno, que rebotó por el vestíbulo durante un buen rato. El escudo del caballero cayó al suelo partido por la mitad. Su espada mágica se había hecho trizas. El surco dejado en el suelo por el hacha de rellenó rápidamente de sangre fresca. El hacha goteante se retiró, y el guardián se agachó para examinar mejor el resultado de su trabajo.  Negó con la cabeza. Otra vez había golpeado demasiado fuerte. Cogió los tres pedazos más grandes de Markus con sus grandes manos y salió al exterior. Buscó con la mirada entre los cuerpos colgantes y encontró lo que buscaba: una cuerda libre, cuyo anterior inquilino ya se había podrido y sus huesos habían caído para unirse a los demás en la ladera de la montaña. Subió a los pisos superiores y dejó a Markus atado como una longaniza. En cuanto se marchó, los cuervos se echaron sobre la carne fresca.

Usó un cubo de agua acumulada por la lluvia para limpiar el vestíbulo lo mejor que pudo, pero ésa era otra marca que nunca desaparecería del todo. Una más para el montón. ¿Cuántas debía llevar ya? ¿Mil? ¿Cien mil? Tantos lo habían intentado... y todos habían acabado igual. Bueno, no del todo igual. Algunos quedaban tan destrozados que tenía que conformarse con un miembro suelto para colgarlo en la fachada. Que, hablando de eso, ¿para qué se molestaba? Era obvio que nadie pillaba la advertencia, aunque tampoco podía dejar que se pudrieran ahí en medio. Las moscas y las rapaces se meterían en el vestíbulo, y él vivía ahí...

Se quitó el casco. Su rostro estaba reseco, con la piel pegada a su gran calavera. Tenía una cuenca ocular vacía y hacía tiempo que había perdido la nariz, los párpados, los labios y buena parte de las orejas. Su melena blanca estaba llena de lagunas y había muchas bajas en las filas de su dentadura.

Su nombre era Belias, y era humano, aunque no le extrañaba que pensaran que era un demonio. No solo por su físico descomunal, sino el hecho de que llevara siglos vigilando ese castillo. Nadie había logrado hacerle ni un arañazo, pero el paso del tiempo había hecho estragos incluso en alguien a quien se le había prohibido morir.

Un potente relámpago chocó contra su espalda. Belias giró la cabeza con parsimonia y se colocó el casco, más que nada para guardar las apariencias. Esta vez era un grupo de magos.

-¡Somos de la escuela de magia de Curbin! ¡Hemos venido a…!

-Ya sé a qué habéis venido –contestó Belias con calma, y mató rápidamente a uno de los magos destruyendo por completo su barrera mágica y su cuerpo por igual. Mientras tenía lugar la carnicería, se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde el intento de sir Markus. Para él habían pasado unos minutos, pero lo más probable era que hubieran sido días. Hacía mucho que había perdido el sentido del tiempo.

El más inteligente de los magos decidió huir montaña abajo, rodando como un tonel por la escarpada ladera. Tenía más posibilidades de sobrevivir así que ante el hacha de Belias, quien se dedicó a colgar los nuevos trofeos y comprobar, en efecto, que el cuerpo de Markus llevaba por lo menos dos semanas a la intemperie. Después de siglos de vigilancia el cerebro de Belias había desarrollado callo contra el aburrimiento. Durante los prolongados periodos de paz, su mente se apagaba e ignoraba todo a su alrededor, encerrada en sí misma como un caracol hasta que llegaba la temporada de lluvias. Lluvias de sangre.

-¡Al ataque! –para Belias, apenas habían pasado unos segundos en los que se había dedicado a juguetear con las varas mágicas de los magos. Ahora lo estaba atacando un ejército entero, pero la ventaja numérica les servía de poco en ese sitio tan aislado y estrecho, y Belias ni siquiera les dejaba alcanzar la escalinata. Acabó por crear un muro de cuerpos humanos que hizo desistir a los atacantes cuando ya habían perdido uno de cada tres hombres.

Belias miró hacia sus trofeos. Había pocas cuerdas libres, así que quizá sería mejor arrojar los cuerpos montaña abajo. Eso lo mantendría distraído un ratito.

 

-¿Hola? ¿Disculpe?

Acababa de arrojar al último soldado por el precipicio, provocando un pequeño alud de huesos, cuando oyó una voz femenina. Por primera vez en años, Belias se sorprendió: era una jovencita desarmada. Su ropa estaba algo desgastada por el uso, al contrario que todos los aventureros que llegaban a la montaña que, por alguna razón, lucían sus mejores galas. Belias la miró. Estaba asustada, cansada y levemente herida después del arduo ascenso.

-¿Puedo ayudarte en algo? –preguntó Belias amablemente.

-¿Es usted el demonio que vigila la corona del Rey Vándalo?

-Sí.

-Sé que no quiere que nadie se la robe, pero… ¿podría usted prestármela?

Belias se agachó para mirarla mejor, y acabó por sentarse para que su ojo quedara a la altura de los de ella.

-¿Quieres tenerla solo durante un rato? Todos los que vienen quieren quedársela para siempre.

-No la necesito para siempre. Dicen que concede poderes milagrosos. Quizá puede ayudarme a curar a alguien que los médicos no pueden salvar.

Belias guardó silencio durante un rato. Finalmente, preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Celia, señor.

-¿Quién es el enfermo?

-Mi señor padre.

-Celia, vuelve a casa con tu padre y acompáñale hasta el último momento. No puedo darte la corona.

Celia juntó las manos en gesto de súplica.

-¡No, por favor! ¡Es mi última esperanza! ¡Haré lo que usted desee!

-¿Lo que desee? ¿Qué tal si te pido que te cases conmigo y te quedes aquí viviendo el resto de tu vida?

Celia lo miró aterrorizada. Con la voz temblorosa, dijo:

-Si eso es lo que deseáis, lo haré.

-Tu padre no estaría contento con eso –dijo Belias. ¿Por qué no podía ser otro aventurero descerebrado? ¿Por qué tenía que ser un alma pura y desinteresada la que viniera buscando la promesa de la corona del Rey Vándalo? No podía usar su hacha contra alguien así. Pero estaba tan determinada que temía que se quedara ahí hasta morir de inanición con tal de salvar la vida de su padre. Por fin, decidió confiarle la verdad.

-Vamos, en pie. Te la mostraré.

Celia soltó un gritito de emoción y siguió al gigante acorazado al interior del vestíbulo, en dirección al trono. Al acercarse, la chica notó que el sillón estaba al revés, orientado hacia la pared del fondo. Belias la cogió del brazo y la obligó a dar un amplio rodeo para que no se acercara demasiado al trono, y a la figura sentada en él. Celia inspiró aire con brusquedad y estuvo a punto de gritar. Al principio, pensó que era un cadáver incinerado. Estaba sentado, encorvado hacia delante, vestido con ropas antiguas y lujosas. Prácticamente no quedaba ya nada de su carne, era poco más que un simple esqueleto negro azulado. Sus manos raquíticas abrazaban una corona de oro en su regazo. No tenía ojos, ni nariz, ni orejas, ni labios…. Pero se movía. Sus dedos temblaban un poco, y su pecho se alzaba lenta y rítmicamente, como si todavía recordara como se respiraba. Belias se quitó el casco para enseñarle su propia cara desfigurada.

-Te presento al Rey Vándalo. Lamentablemente, hace ya mucho tiempo que se quedó ciego y sordomudo. Mi nombre es Belias.

-¿Belias? ¿El legendario capitán a las órdenes del Rey Vándalo? –respondió Celia atónita.

-La leyenda sobre la corona es cierta, pero incompleta. Es un parásito que se mantiene absorbiendo la vitalidad del que la toca. Y para asegurarse el sustento durante mucho tiempo, le niega la muerte a los que maldice. Tanto yo como el rey la usamos en su tiempo, y estamos condenados a vivir hasta que la corona sea destruida. El rey se aferra a ella para obligarla a alimentarse de la poca vitalidad que le queda y matarla de hambre. ¿Ves? Ya ha empezado a oxidarse. Quizá en unos años seamos libres, pero nuestro esfuerzo no servirá de nada si un mortal logra hacerse con ella. ¿Entiendes?

Celia asintió, apenada por la inminente muerte de su padre y por el destino cruel de esos dos hombres.

-No estés triste. La muerte liberará a tu padre, y con el tiempo, volverás a verle. Ahora, vuelve a casa.

 

Una anciana Celia escaló el Daladruin, haciendo equilibrios sobre los huesos y las piedras sueltas. Hacía años que había dejado de horrorizarse con los cadáveres frescos que podía ver con cada visita. Subió la escalinata sin miedo y dijo hola a los cuervos, que ya la conocían bien. Saludó a Belias, sentado en el vestíbulo, y le enseñó el pastel casero que le llevaba todos los años. Belias no se movió. Ella lo llamó, y tocó su brazo. A lo lejos, en el suelo, había los restos oxidados y retorcidos de algo que, en el pasado, podría haber sido una corona. Y Celia lloró de pena y alegría porque comprendió que, por fin, su amigo era libre.

 

viernes, 3 de diciembre de 2021

Contact: El Elemento Primordial


¡Mi primer libro publicado! Un libro de fantasía y ciencia ficción, y ya iba siendo hora de que le diera un poco de publicidad. 😅

La sinopsis es la que sigue:

Atrapada en una rutina diaria aburrida y sin futuro, Lydia González ve como su vida cambia radicalmente cuando descubre la existencia de una organización dedicada a la defensa de la Tierra frente a ataques de otros mundos. Y esa organización le ofrece trabajo: mantener bajo control a la Unidad de Intervención Especial, el brazo armado de la organización, tan fuerte como indisciplinado. Mientras Lydia intenta meterles algo de sentido común a unos seres (mayormente) humanos que podrían matarla con un parpadeo, se ve arrastrada a un conflicto entre dos mundos antiguos, que a su vez, oculta las maquinaciones de una mente enferma con delirios de grandeza. ¿No quería cambios en su vida?

En el siguiente enlace podéis obtener más información, pero sobre todo podéis leer gratuitamente las primeras 50 páginas, de un total de 616. Buscad "echar un vistazo" bajo la portada.

 https://www.bubok.es/libros/250184/Contact-El-Elemento-Primordial-2da-edicion


Es un libro autopublicado. Eso significa que no ha pasado por la criba de una editorial, sino que el autor contrata la editorial para que la publiquen. A su vez, quiere decir que cualquiera puede publicar un libro de esta manera, sin ningún tipo de control. Sé que eso puede generar dudas sobre su calidad, pero recordad: las primeras 50 páginas se pueden leer gratis. Eso os puede dar una buena idea de si es una lectura que os interesa o no.

Mirando atrás, me hubiera gustado que se publicara de la forma tradicional, pero eh, tenia mi libro, muchas ganas de publicarlo y cero experiencia en el asunto. El hecho de que sea una segunda edición deja eso bastante claro. La maquetación de la primera edición era bastante desastrosa, pero os aseguro que esta ha pasado por las manos de una correctora cualificada.

¡Muchas gracias por invertir algo de vuestro tiempo en leer esto!😀

(ProyectoPMP) Capítulo 13, de como el pollo juega con arcos mientras el panda se desloma

  Bankiva inspiró. Saltó, llamó su arco en el aire. Expiró. Disparó dos flechas al mismo tiempo, en direcciones distintas. Alcanzaron la esp...