—¿Cuánto más va a tardar?
—El alcalde Woodrow es un hombre ocupado, pollo.
En el despacho el ambiente estaba silencioso y tenso. El panda, el mapache y el gallo estaban sentados en sillas de madera que no eran de la talla adecuada para ninguno, mirando hacia una gran mesa vacía. El gallo estaba espatarrado, con las alas atadas entre sí, igual que sus patas. El mapache estaba encadenado de tal forma que parecía un rollito, con la cabeza asomando en un extremo y la cola por el otro. El panda llevaba un bozal y un aro inhibidor de magia en la muñeca, pero nada más. No tenían esposas de su tamaño pero, dado que había tres guardias armados en la habitación, eso tenía poca importancia.
—Soy un gallo, cojones. Los pollos son los jovenzuelos —gruñó el gallo.
El panda miró al mapache. La carita parecía bastante congestionada.
—¿No os habéis pasado un poco? —comentó, la voz amortiguada por el bozal.
—Es el procedimiento estándar con los berserker —contestó el policía, inseguro. El mapache no abría la boca, quizá porque si lo hacía le iban a salir los pulmones.
La puerta del despacho se abrió. Un hombre bien vestido y de unos cincuenta años entró golpeando el suelo con un bastón. No ocultó su desagrado al ver los tres animales en su despacho.
—Lo que hay que ver —murmuró. Se sentó pesadamente en su sillón—. ¿No ha llegado Samanta? ¿Me hace dejar mi desayuno con el gobernador provincial para encima hacerme esperar?
—Todavía no ha llegado, excelencia.
—Supongo que podemos empezar sin ella. Vosotros tres —se dirigió a los tres animales— imagino que entendéis que estáis metidos en un buen lío.
—Solo nos defendimos... —empezó el panda.
—¡Silencio! ¡Montar semejante barullo con el gremio de ladrones! ¡Me esperan semanas de papeleo y de dar discursitos tranquilizadores por vuestra culpa! ¡Si por mi fuera, seguiríais en ese calabozo! —miró al mapache— Especialmente este condenado tejón. ¡Un berserker de cinco kilos! ¡Habrase visto!
—Mapache —corrigió el panda.
—¿Qué?
—Es un mapache, no un tejón.
—Viene a ser lo mismo. Y tú, oso, tú deberías estar ya en una jaula de vuelta a tu recinto. Sí —al alcalde se le escapó una sonrisa maliciosa al notar el respingo del panda—, ya sabemos que te escapaste hace una semana de tus cuidadores. Dan una recompensa de diez mil coronas por devolverte vivo, Mian Hua. ¿Y tú, de qué granja te has escapado, eh, pollo?
—Que soy un gallo, cretino.
—Bueno, no tiene importancia. No llevas número de registro así que, a efectos legales, eres un gallo salvaje y como tal, nadie tiene derecho a una indemnización si decidimos cocinarte. Algo que, seamos sinceros, es muy probable. ¿Tienes nombre?
El gallo no respondió.
—Entonces pondremos simplemente “gallito” en los archivos. ¿Y tú?
El mapache tampoco respondió, pero su gesto no era de desafío. Sus ojos estaban bizcos.
—Aflojadle un poco las cadenas. Se va a asfixiar —pidió el panda Mian Hua.
—Me gusta más así, calladito —Woodrow se inclinó un poco en su dirección—. Como todos vosotros deberíais estar. Las cosas no han hecho más que complicarse desde que los animales empezasteis a hablar.
La puerta se abrió sin que llamaran. Al alcalde se le escapó una mirada de fastidio antes de cambiar a otra mucho más amable.
—Ah, Samanta. Te esperábamos.
La mujer debía rondar los cuarenta. Llevaba el pelo gris sujeto en un severo moño, con dos mechones rebeldes que le enmarcaban la cara, una cara que no disimuló su desagrado cuando cruzó los ojos con el mandatario. Ignoró la mano que la invitaba a tomar asiento y se situó al lado del rollito de mapache.
—Mis hombres ya deberían estar libres.
—Tus hombres, Samanta, se han pasado de rosca. Los peritos no han acabado todavia el recuento, pero los daños causados a las mercancías y los heridos en la estampida...
—Estaban trabajando —interrumpió Samanta—. Y si estaban trabajando, el castigo está bajo mi jurisdicción. ¿O te crees que los voy a dejar irse de rositas después del ridículo que le han costado al gremio?
Más de uno pensó que esos ladrones iban a tener que ser arrastrados fuera de la seguridad de sus celdas.
—No es por eso que has venido, ¿no? —zanjó el alcalde— Querías ver a las bestias.
—Sí, me interesaba ver la raíz de todo el asunto —su mirada se suavizó visiblemente, lo suficiente como para que Mian Hua se animara a decir:
—No queríamos ocasionar problemas. Solo nos defendíamos.
—Ya lo sé, osito —contestó ella—. ¿De verdad eres mago?
—Sí, señora.
—¡Qué curioso! ¿Y este pequeñín?
Sus dedos tocaron los mofletes del mapache, que la miró suplicante.
—Esto está demasiado apretado.
Las cadenas estaban aseguradas con un candado que parecía capaz de aguantar el impacto de un meteorito. Ante los ojos de todos, abrió la cerradura y lo puso dos eslabones más abajo. Sin llave. Sin herramientas. Sin daños. El gallo cloqueó. Si no se equivocaba, se trataba de los Dedos Ganzúa del pícaro, pero ni siquiera él había visto cómo lo había hecho, y eso que no se había perdido detalle.
El mapache, poco interesado en eso, respiró aliviado, aunque todavía estaba firmemente inmovilizado.
—Un guerrero. ¡Y de la subclase berserker! Nadie lo diría tras esa apariencia tan adorable. Y tú, pajarito... ¿un pícaro? ¿De verdad?
El gallo la miró, desafiante. Samanta le sonrió. Cuando se dirigió de nuevo a Woodrow, la sonrisa había muerto.
—¿Qué harás con ellos?
—Lo que me plazca, Samanta —respondió él—. Son animales. Dos de ellos, callejeros. Al panda lo devolveré para cobrar la recompensa...
—... que bastará para cubrir los daños del altercado.
Hubo un silencio incómodo.
—Los otros dos, puede que los vendamos a un peletero y a un carnicero, o nos los ventilemos nosotros mismos.
—Así que lo único que sacarás de todo esto es puro beneficio. ¿Y con qué derecho te quedas con los animales?
—¿Con qué derecho? ¡Con el derecho de que soy el puto alcalde!
—No. Los has arrestado. Y los arrestados tienen sus derechos.
Woodrow se puso en pie.
—Los animales no tienen derechos —espetó, airado.
—En ese caso, tampoco tienes potestad para detenerlos.
Sus rostros se habían acercado lo suficiente como para que sus narices casi se tocaran. Las siguientes palabras fueron susurradas, de modo que los policías presentes no las oyeron. Sí las captaron los finos oídos de los detenidos.
—Todo el asunto legal te importa una mierda. Solo vas a joderme.
—Claro que voy a joderte. ¿Crees que te dejaré endilgarnos la factura sin resistirme?
El alcalde levanto la voz.
—¡Hombres! Dejadnos a solas.
Al superior de los tres guardias no le hizo gracia la orden, y no tenía nada que ver con la seguridad del alcalde y su invitada. Gruñó una orden y los tres salieron del despacho.
—La mayor parte del daño lo causaron los civiles en estampida.
—Tus ladrones usaron armas. Al gremio se le autoriza el hurto. ¡El hurto! Debéis responder por daños personales y materiales.
—Usaron esas armas sobre los animales, quienes, tú mismo lo has dicho, no tienen derechos. Sigue intentándolo, no te dejaré salirte con la tuya. Los dos sabemos que los peritos inflarán el coste para poder quedaros con la diferencia. Y los ladrones somos nosotros. Nadie nos roba.
—¡Bien! —gritó el alcalde. Tomó aire y se calmó— Supongo que me vas a proponer algo. Sabes que no voy a aflojar y menos ante vosotros, rateros.
Samanta se colocó detrás de Mian Hua y puso las manos sobre sus hombros.
—Buena parte del daño fue causado por estos pequeñines. Si el problema es que no tienen derechos... entonces se los daremos. Inclúyelos en el padrón y conviértelos en ciudadanos.
—¿Te has vuelto loca? —el alcalde se puso lívido— ¿A animales? ¿Te das cuenta de la ola que podría producir esto?
—Si son ciudadanos, tendrán el deber de pagar la indemnización. Y el derecho a trabajar para ganar dinero. Entre los tres deberían reunir la suma con facilidad.
Samanta conocía lo bastante al alcalde para saber que la perspectiva de dinero fácil sería demasiado tentadora. El ceño del hombre se frunció, agarró al bastón y se dirigió a la ventana. Casi se oían los engranajes de su cerebro.
—Supongo que nuestra opinión no cuenta en esto, ¿verdad? —gruñó el gallo.
—Creo que a vosotros también es conviene —le dijo Samanta, de nuevo, en un tono mucho más dulce que el que usaba con el alcalde—. Si intentan cocinarte, será asesinato.
—No quiero saber nada de vuestra sociedad.
—Pues la idea no está tan mal —aportó Mian Hua—. Nos evitaría problemas en el futuro.
—Ya, porque no conseguirás bambú a menos que pagues por él.
—No te diré que no. ¿Y tú, qué opinas? —preguntó al mapache, que ladeó la cabeza. Las cadenas no le dejaban hacer otra cosa.
—Bien. Bien —Woodrow regresó con algo parecido a una sonrisa en la cara. No era buena señal—. Hagamos un trato. Incluso sin estatus de ciudadanos, podéis hacer algunos trabajos y reunir dinero. Os liberaremos para que podáis currar y reunir el dinero para comprar vuestro puesto en el padrón.
—¿Todos tienen que comprar su puesto? —preguntó Mian Hua.
—No. Es un soborno —masculló Samanta.
—¡No uses esa palabra! —chilló el alcalde— Es un tributo. ¡Un tributo! ¡Piensa que no han pagado impuestos nunca! Como decía, como ciudadanos seréis juzgados, se os sentenciará a pagar los daños, y luego seréis libres. No es un mal trato.
—¿Cuánto hay que pagar?
—Sois tres, así que dejémoslo en tres millones de coronas.
El silencio fue denso como aceite.
—Sé que ese número es una burrada, pero no sé cuanto valor tiene una corona —admitió el gallo.
—Con una corona puedes comer dos días —explicó Mian Hua.
—Por eso he dicho que no quería saber nada de esto —murmuró el gallo.
—Te has pasado un poco —gruñó Samanta.
—¿Qué? ¿Acaso tú no quieres dinero?
—Claro que quiero dinero. Y quiero un trozo de este pastel. Pero soy ladrona, no política. Sé conformarme.
—Pues un millón entre los tres, y ni una corona menos.
El tercio de la suma original seguía siendo desorbitado, pero Samanta pensó que no iban a conseguir que el alcalde bajara más la cifra. Estaba en posición de exigir lo que quisiera.
—¿Aceptáis?
Los animales se miraron entre ellos.
—¿Tenemos otra opción? —preguntó Mian Hua.
—Sí. Confinamiento, el horno y la curtiduría.
El mapache asintió rápidamente. El panda respondió con un quedo “de acuerdo”. El gallo, fastidiado, cloqueó un “sí”.
Samanta sacó un pequeño cuchillo. El mapache la miró con temor cuando se lo acercó a la frente.
—Esto pinchará un poquito, pero tendré cuidado —le dijo con dulzura. Le tocó el pelaje con la afilada hoja y se produjo un brillo cálido. El animalito chilló de miedo, los ojos cerrados con fuerza, pero la mujer ya se estaba dirigiendo al panda, a quien hizo lo mismo en el brazo. El suave toque les estaba dejando una marca brillante como brasas calientes que semejaba el triple tajo que dejaría el arañazo de un gato. El gallo miraba atento el cuchillo. Le pusieron la marca en la pechuga.
—Por si se os ocurre intentar huir —advirtió el alcalde—. La Marca de la Muerte nos permitirá saber en todo momento donde estáis por muy lejos que corráis. Y no se borrará mientras sigáis con vida. ¡Guardias! —aulló para que los policías regresaran— Escoltadlos fuera y soltadlos. ¡Tienen mucho trabajo por delante!
Había una gran fuente frente al ayuntamiento. Los tres animales saciaron su sed en ella y se remojaron bajo el agradable sol de la mañana.
—Qué hambre tengo. ¿Buscamos un poco de bambú?
El gallo miró a Mian Hua incrédulo. El mapache chapoteaba feliz.
—¿No te han confiscado todo lo que llevabas?
—Ah, claro... —el panda agachó las orejas. Se habían quedado con su bonita bandolera y todo lo que había en ella, incluyendo el preciado polvo de bambú— Supongo que tendremos que empezar a reunir ese dinero, ¿eh?
El gallo picoteó el suelo, que estaba demasiado limpio. No había nada que echarse a la molleja.
—Qué jodidos estamos... bueno, tú no tanto. A ti te quieren vivo.
—Creo que preferiría saltar en una olla con aceite hirviente antes que regresar ahí. Uno llega a cansarse de que le metan cosas por el culo.
El gallo iba a cacarear una risita, pero algo en el tono del panda le hizo preguntar:
—¿Es en serio?
—Es en serio. Cada día el termómetro, y que si muestras de tejido, y que si supositorios vitaminados, y el Ojo Tentacular... Hasta el morro me tenían.
El pájaro no se atrevió a preguntar qué era el Ojo Tentacular.
—Sabes que no podemos reunir tanto dinero, ¿verdad?
—Busquemos una manera de hacerlo. No es como si pudiéramos escaquearnos. ¿Sigo teniendo la Marca? No me la veo, y las vuestras han desaparecido.
—Solo han desaparecido a la vista. La Marca de la Muerte es una técnica de asesino para fijar presas. La Samanta esa sabrá en todo momento donde estamos.
—No parecía muy amiga del alcalde.
—Eso no la convierte en amiga nuestra.
El mapache se sacudió y lo salpicó. El gallo hinchó las plumas, un poco molesto.
—¿Tú no vas a decir nada? Deberías poder hablar si aprendiste técnicas de berserker.
El animalito lo miró cabizbajo.
—Creo que solo es tímido —dijo Mian Hua—. ¿Puedes al menos presentarte? Vamos a tener que trabajar juntos para salir de este aprieto. Yo me llamo Mian Hua. ¿Y tú?
El mapache se miró las manitas. Tardó tanto en responder que pensaron que de verdad era mudo.
—Azeban —contestó por fin, con una vocecilla aguda como la de un niño. Mian Hua asintió. Los dos miraron al gallo.
—Muy optimista te veo, Mian Hua. Podeis llamarme Bankiva.