domingo, 30 de octubre de 2022

(Proyecto PMP) 5ta Entrega y primer capítulo completo.

—¿Cuánto más va a tardar?

—El alcalde Woodrow es un hombre ocupado, pollo.

En el despacho el ambiente estaba silencioso y tenso. El panda, el mapache y el gallo estaban sentados en sillas de madera que no eran de la talla adecuada para ninguno, mirando hacia una gran mesa vacía. El gallo estaba espatarrado, con las alas atadas entre sí, igual que sus patas. El mapache estaba encadenado de tal forma que parecía un rollito, con la cabeza asomando en un extremo y la cola por el otro. El panda llevaba un bozal y un aro inhibidor de magia en la muñeca, pero nada más. No tenían esposas de su tamaño pero, dado que había tres guardias armados en la habitación, eso tenía poca importancia.

—Soy un gallo, cojones. Los pollos son los jovenzuelos —gruñó el gallo.

El panda miró al mapache. La carita parecía bastante congestionada.

—¿No os habéis pasado un poco? —comentó, la voz amortiguada por el bozal.

—Es el procedimiento estándar con los berserker —contestó el policía, inseguro. El mapache no abría la boca, quizá porque si lo hacía le iban a salir los pulmones.

La puerta del despacho se abrió. Un hombre bien vestido y de unos cincuenta años entró golpeando el suelo con un bastón. No ocultó su desagrado al ver los tres animales en su despacho.

—Lo que hay que ver —murmuró. Se sentó pesadamente en su sillón—. ¿No ha llegado Samanta? ¿Me hace dejar mi desayuno con el gobernador provincial para encima hacerme esperar?

—Todavía no ha llegado, excelencia.

—Supongo que podemos empezar sin ella. Vosotros tres —se dirigió a los tres animales— imagino que entendéis que estáis metidos en un buen lío.

—Solo nos defendimos... —empezó el panda.

—¡Silencio! ¡Montar semejante barullo con el gremio de ladrones! ¡Me esperan semanas de papeleo y de dar discursitos tranquilizadores por vuestra culpa! ¡Si por mi fuera, seguiríais en ese calabozo! —miró al mapache— Especialmente este condenado tejón. ¡Un berserker de cinco kilos! ¡Habrase visto!

—Mapache —corrigió el panda.

—¿Qué?

—Es un mapache, no un tejón.

—Viene a ser lo mismo. Y tú, oso, tú deberías estar ya en una jaula de vuelta a tu recinto. Sí —al alcalde se le escapó una sonrisa maliciosa al notar el respingo del panda—, ya sabemos que te escapaste hace una semana de tus cuidadores. Dan una recompensa de diez mil coronas por devolverte vivo, Mian Hua. ¿Y tú, de qué granja te has escapado, eh, pollo?

—Que soy un gallo, cretino.

—Bueno, no tiene importancia. No llevas número de registro así que, a efectos legales, eres un gallo salvaje y como tal, nadie tiene derecho a una indemnización si decidimos cocinarte. Algo que, seamos sinceros, es muy probable. ¿Tienes nombre?

El gallo no respondió.

—Entonces pondremos simplemente “gallito” en los archivos. ¿Y tú?

El mapache tampoco respondió, pero su gesto no era de desafío. Sus ojos estaban bizcos.

—Aflojadle un poco las cadenas. Se va a asfixiar —pidió el panda Mian Hua.

—Me gusta más así, calladito —Woodrow se inclinó un poco en su dirección—. Como todos vosotros deberíais estar. Las cosas no han hecho más que complicarse desde que los animales empezasteis a hablar.

La puerta se abrió sin que llamaran. Al alcalde se le escapó una mirada de fastidio antes de cambiar a otra mucho más amable.

—Ah, Samanta. Te esperábamos.

La mujer debía rondar los cuarenta. Llevaba el pelo gris sujeto en un severo moño, con dos mechones rebeldes que le enmarcaban la cara, una cara que no disimuló su desagrado cuando cruzó los ojos con el mandatario. Ignoró la mano que la invitaba a tomar asiento y se situó al lado del rollito de mapache.

—Mis hombres ya deberían estar libres.

—Tus hombres, Samanta, se han pasado de rosca. Los peritos no han acabado todavia el recuento, pero los daños causados a las mercancías y los heridos en la estampida...

—Estaban trabajando —interrumpió Samanta—. Y si estaban trabajando, el castigo está bajo mi jurisdicción. ¿O te crees que los voy a dejar irse de rositas después del ridículo que le han costado al gremio?

Más de uno pensó que esos ladrones iban a tener que ser arrastrados fuera de la seguridad de sus celdas.

—No es por eso que has venido, ¿no? —zanjó el alcalde— Querías ver a las bestias.

—Sí, me interesaba ver la raíz de todo el asunto —su mirada se suavizó visiblemente, lo suficiente como para que Mian Hua se animara a decir:

—No queríamos ocasionar problemas. Solo nos defendíamos.

—Ya lo sé, osito —contestó ella—. ¿De verdad eres mago?

—Sí, señora.

—¡Qué curioso! ¿Y este pequeñín?

Sus dedos tocaron los mofletes del mapache, que la miró suplicante.

—Esto está demasiado apretado.

Las cadenas estaban aseguradas con un candado que parecía capaz de aguantar el impacto de un meteorito. Ante los ojos de todos, abrió la cerradura y lo puso dos eslabones más abajo. Sin llave. Sin herramientas. Sin daños. El gallo cloqueó. Si no se equivocaba, se trataba de los Dedos Ganzúa del pícaro, pero ni siquiera él había visto cómo lo había hecho, y eso que no se había perdido detalle.

El mapache, poco interesado en eso, respiró aliviado, aunque todavía estaba firmemente inmovilizado.

—Un guerrero. ¡Y de la subclase berserker! Nadie lo diría tras esa apariencia tan adorable. Y tú, pajarito... ¿un pícaro? ¿De verdad?

El gallo la miró, desafiante. Samanta le sonrió. Cuando se dirigió de nuevo a Woodrow, la sonrisa había muerto.

—¿Qué harás con ellos?

—Lo que me plazca, Samanta —respondió él—. Son animales. Dos de ellos, callejeros. Al panda lo devolveré para cobrar la recompensa...

—... que bastará para cubrir los daños del altercado.

Hubo un silencio incómodo.

—Los otros dos, puede que los vendamos a un peletero y a un carnicero, o nos los ventilemos nosotros mismos.

—Así que lo único que sacarás de todo esto es puro beneficio. ¿Y con qué derecho te quedas con los animales?

—¿Con qué derecho? ¡Con el derecho de que soy el puto alcalde!

—No. Los has arrestado. Y los arrestados tienen sus derechos.

Woodrow se puso en pie.

—Los animales no tienen derechos —espetó, airado.

—En ese caso, tampoco tienes potestad para detenerlos.

Sus rostros se habían acercado lo suficiente como para que sus narices casi se tocaran. Las siguientes palabras fueron susurradas, de modo que los policías presentes no las oyeron. Sí las captaron los finos oídos de los detenidos.

—Todo el asunto legal te importa una mierda. Solo vas a joderme.

—Claro que voy a joderte. ¿Crees que te dejaré endilgarnos la factura sin resistirme?

El alcalde levanto la voz.

—¡Hombres! Dejadnos a solas.

Al superior de los tres guardias no le hizo gracia la orden, y no tenía nada que ver con la seguridad del alcalde y su invitada. Gruñó una orden y los tres salieron del despacho.

—La mayor parte del daño lo causaron los civiles en estampida.

—Tus ladrones usaron armas. Al gremio se le autoriza el hurto. ¡El hurto! Debéis responder por daños personales y materiales.

—Usaron esas armas sobre los animales, quienes, tú mismo lo has dicho, no tienen derechos. Sigue intentándolo, no te dejaré salirte con la tuya. Los dos sabemos que los peritos inflarán el coste para poder quedaros con la diferencia. Y los ladrones somos nosotros. Nadie nos roba.

—¡Bien! —gritó el alcalde. Tomó aire y se calmó— Supongo que me vas a proponer algo. Sabes que no voy a aflojar y menos ante vosotros, rateros.

Samanta se colocó detrás de Mian Hua y puso las manos sobre sus hombros.

—Buena parte del daño fue causado por estos pequeñines. Si el problema es que no tienen derechos... entonces se los daremos. Inclúyelos en el padrón y conviértelos en ciudadanos.

—¿Te has vuelto loca? —el alcalde se puso lívido— ¿A animales? ¿Te das cuenta de la ola que podría producir esto?

—Si son ciudadanos, tendrán el deber de pagar la indemnización. Y el derecho a trabajar para ganar dinero. Entre los tres deberían reunir la suma con facilidad.

Samanta conocía lo bastante al alcalde para saber que la perspectiva de dinero fácil sería demasiado tentadora. El ceño del hombre se frunció, agarró al bastón y se dirigió a la ventana. Casi se oían los engranajes de su cerebro.

—Supongo que nuestra opinión no cuenta en esto, ¿verdad? —gruñó el gallo.

—Creo que a vosotros también es conviene —le dijo Samanta, de nuevo, en un tono mucho más dulce que el que usaba con el alcalde—. Si intentan cocinarte, será asesinato.

—No quiero saber nada de vuestra sociedad.

—Pues la idea no está tan mal —aportó Mian Hua—. Nos evitaría problemas en el futuro.

—Ya, porque no conseguirás bambú a menos que pagues por él.

—No te diré que no. ¿Y tú, qué opinas? —preguntó al mapache, que ladeó la cabeza. Las cadenas no le dejaban hacer otra cosa.

—Bien. Bien —Woodrow regresó con algo parecido a una sonrisa en la cara. No era buena señal—. Hagamos un trato. Incluso sin estatus de ciudadanos, podéis hacer algunos trabajos y reunir dinero. Os liberaremos para que podáis currar y reunir el dinero para comprar vuestro puesto en el padrón.

—¿Todos tienen que comprar su puesto? —preguntó Mian Hua.

—No. Es un soborno —masculló Samanta.

—¡No uses esa palabra! —chilló el alcalde— Es un tributo. ¡Un tributo! ¡Piensa que no han pagado impuestos nunca! Como decía, como ciudadanos seréis juzgados, se os sentenciará a pagar los daños, y luego seréis libres. No es un mal trato.

—¿Cuánto hay que pagar?

—Sois tres, así que dejémoslo en tres millones de coronas.

El silencio fue denso como aceite.

—Sé que ese número es una burrada, pero no sé cuanto valor tiene una corona —admitió el gallo.

—Con una corona puedes comer dos días —explicó Mian Hua.

—Por eso he dicho que no quería saber nada de esto —murmuró el gallo.

—Te has pasado un poco —gruñó Samanta.

—¿Qué? ¿Acaso tú no quieres dinero?

—Claro que quiero dinero. Y quiero un trozo de este pastel. Pero soy ladrona, no política. Sé conformarme.

—Pues un millón entre los tres, y ni una corona menos.

El tercio de la suma original seguía siendo desorbitado, pero Samanta pensó que no iban a conseguir que el alcalde bajara más la cifra. Estaba en posición de exigir lo que quisiera.

—¿Aceptáis?

Los animales se miraron entre ellos.

—¿Tenemos otra opción? —preguntó Mian Hua.

—Sí. Confinamiento, el horno y la curtiduría.

El mapache asintió rápidamente. El panda respondió con un quedo “de acuerdo”. El gallo, fastidiado, cloqueó un “sí”.

Samanta sacó un pequeño cuchillo. El mapache la miró con temor cuando se lo acercó a la frente.

—Esto pinchará un poquito, pero tendré cuidado —le dijo con dulzura. Le tocó el pelaje con la afilada hoja y se produjo un brillo cálido. El animalito chilló de miedo, los ojos cerrados con fuerza, pero la mujer ya se estaba dirigiendo al panda, a quien hizo lo mismo en el brazo. El suave toque les estaba dejando una marca brillante como brasas calientes que semejaba el triple tajo que dejaría el arañazo de un gato. El gallo miraba atento el cuchillo. Le pusieron la marca en la pechuga.

—Por si se os ocurre intentar huir —advirtió el alcalde—. La Marca de la Muerte nos permitirá saber en todo momento donde estáis por muy lejos que corráis. Y no se borrará mientras sigáis con vida. ¡Guardias! —aulló para que los policías regresaran— Escoltadlos fuera y soltadlos. ¡Tienen mucho trabajo por delante!



Había una gran fuente frente al ayuntamiento. Los tres animales saciaron su sed en ella y se remojaron bajo el agradable sol de la mañana.

—Qué hambre tengo. ¿Buscamos un poco de bambú?

El gallo miró a Mian Hua incrédulo. El mapache chapoteaba feliz.

—¿No te han confiscado todo lo que llevabas?

—Ah, claro... —el panda agachó las orejas. Se habían quedado con su bonita bandolera y todo lo que había en ella, incluyendo el preciado polvo de bambú— Supongo que tendremos que empezar a reunir ese dinero, ¿eh?

El gallo picoteó el suelo, que estaba demasiado limpio. No había nada que echarse a la molleja.

—Qué jodidos estamos... bueno, tú no tanto. A ti te quieren vivo.

—Creo que preferiría saltar en una olla con aceite hirviente antes que regresar ahí. Uno llega a cansarse de que le metan cosas por el culo.

El gallo iba a cacarear una risita, pero algo en el tono del panda le hizo preguntar:

—¿Es en serio?

—Es en serio. Cada día el termómetro, y que si muestras de tejido, y que si supositorios vitaminados, y el Ojo Tentacular... Hasta el morro me tenían.

El pájaro no se atrevió a preguntar qué era el Ojo Tentacular.

—Sabes que no podemos reunir tanto dinero, ¿verdad?

—Busquemos una manera de hacerlo. No es como si pudiéramos escaquearnos. ¿Sigo teniendo la Marca? No me la veo, y las vuestras han desaparecido.

—Solo han desaparecido a la vista. La Marca de la Muerte es una técnica de asesino para fijar presas. La Samanta esa sabrá en todo momento donde estamos.

—No parecía muy amiga del alcalde.

—Eso no la convierte en amiga nuestra.

El mapache se sacudió y lo salpicó. El gallo hinchó las plumas, un poco molesto.

—¿Tú no vas a decir nada? Deberías poder hablar si aprendiste técnicas de berserker.

El animalito lo miró cabizbajo.

—Creo que solo es tímido —dijo Mian Hua—. ¿Puedes al menos presentarte? Vamos a tener que trabajar juntos para salir de este aprieto. Yo me llamo Mian Hua. ¿Y tú?

El mapache se miró las manitas. Tardó tanto en responder que pensaron que de verdad era mudo.

—Azeban —contestó por fin, con una vocecilla aguda como la de un niño. Mian Hua asintió. Los dos miraron al gallo.

—Muy optimista te veo, Mian Hua. Podeis llamarme Bankiva.


domingo, 23 de octubre de 2022

(Proyecto PMP) Cuarta entrega.

 

El mapache estaba muy mareado. Para empezar, no recordaba haberse metido en ese cubo. La noche anterior había sido bastante movidita, con mucho jamón y alcohol de por medio. Su pelaje apestaba a cerveza y ya le dolía la cabeza antes de que algo lo hubiera hecho volar por los aires.

Hablando de volar, un ave rechoncha pasó por encima de él y agarró un arco corto que había quedado tirado en el adoquinado. En ese momento no tenía la mente en condiciones de cuestionar como alguien sin manos podía manejar ese tipo de arma y además, tenía un oso de cien kilos demasiado cerca para su comodidad. El panda estaba huyendo de dos hombres, pero uno de ellos fue detenido en seco por una flecha directa al muslo.

—¡No los dejes escapar! —gritó el hombre herido tras tomar aire después de haber gritado bastante. El único que quedaba en pie persiguió a la curiosa pareja y los tres se acabaron por perder de vista. El mapache meneó la cabeza, tratando de que se disiparan las espesas nubes de su cerebro, achacando lo que estaba presenciando a alucinaciones producidas por el cansancio. A la pata coja, el bandido se acercó a sus compañeros noqueados, a los que logró reanimar usando una poción inhalada. A los pocos segundos, el callejón fue invadido por los gritos airados.

—Oh, mira, un pollo con dinero dentro, será un trabajo fácil...

—¡No soy yo el inútil que ha dejado que un pollo le disparara! ¿Cómo cojones lo ha hecho?

—¡Yo qué sé! ¡Y su amigo sabía hacer magia!

—¿En serio vais a llamar a los del gremio? ¡Se van a burlar de nosotros!

—¡No pienso dejar que ese par de mamones se escape! ¿Y esto qué es?

El mapache fue cogido con brusquedad por la cola y elevado en vilo. Chilló por el dolor y el miedo. Se retorció en el aire, impotente, su resaca disipada de pronto. El hombre que lo sujetaba blandió un puñal.

—Voy a sacar algo de esto, aunque solo sea una piel de tejón.

La hoja bajó directa a la barriga del mapache.



—¿Por qué seguimos corriendo? —jadeó el panda— Hace rato que lo hemos perdido de vista.

—Nos sigue —aseguró el gallo—. Debe conocer técnicas de rastreo. Y seamos francos, seguirte a ti es pan comido. Pierdes pelo como un condenado.

—Y tú pierdes plumas.

—¿Por qué no le lanzas otro hechizo como el de antes?

—¿No me estabas escuchando? Tienes que empezar tomando conciencia de tu maná para luego sincronizarlo con...

—Oh, por favor.

Llegaron a un mercadillo callejero, que a esas horas de la mañana estaba ocupado por una marea humana. Solo unos pocos repararon en el panda, pero curiosamente nadie pareció demasiado preocupado por su presencia. Si caminaba a cuatro patas, el oso podía perderse de vista con facilidad, y así lo hizo. Pero mientras él se abría paso como si caminara por la hierba alta, nadie respetaba el espacio personal del gallo, que se perdió tras una maraña de piernas.

Mientras tanto, el ladrón había llegado a la plaza del mercadillo, donde el rastro se confundía con los centenares de personas presentes. Encontrarlos por sí solo iba a ser imposible... pero ya no estaba solo. Algunos hombres y mujeres ya se habían posicionado en todas las calles que salían, y algunos estaban encaramados a los tejados.

—¿Pero de qué van? —murmuró el gallo, asustado y fastidiado. No entendía a qué venía esa enorme despliegue de fuerzas. ¿Qué se creían, que era la gallina de los huevos de oro? Buscó frenético y encontró un puesto donde vendían congéneres suyos, hacinados en jaulas diminutas. Podía tratar de camuflarse entre ellos y...

Un hombre apareció frente a él. Nada en su aspecto lo hacía destacar en la multitud, y aún así, el pájaro supo de inmediato que iba a por él. Ni palabras, ni sonrisitas, ni nada. En cuanto estuvieron frente a frente, se lanzó puñal en mano.


El panda oyó el “¡pocococ!” y los gritos de los transeúntes, cercanos a lo que solo podía definirse como una gran explosión de plumas. Antes de que pudiera decidir si era mejor acercarse o alejarse, otro hombre lo abordó. Sospechó de inmediato al ver que era el único que lo miraba mientras el resto de personas se distraían con las plumas.

Para entonces ya tenía otro hechizo preparado, pero si lo usaba, iba a mandar por los aires a todo el que estuviera cerca. Además, también había notado que los observaban desde los tejados.

Hizo un reajuste rápido a la fórmula del encantamiento. El matón iba a atacarlo con un martillo de herrero. Dejó que se acercara y liberó al viento, pero en el sentido opuesto a antes, y con mucha menos potencia. Una decena de personas acabaron tumbadas en el suelo, excepto por el del martillo, que fue enviado directo a los brazos abiertos del panda.

—¿Qué tal si nos tranquilizamos y resolvemos esto por las buenas?—preguntó, amistoso, y con el hombre bien apretado contra su pecho. Dejó de resistirse rápido cuando notó que el oso no cedía ante sus esfuerzos, y que le daba un apretón de advertencia. Podía partirle el cuello como si fuera un palillo.

—Yo ya estoy tranquilo —aseguró, mirando con aprensión tanto el morro en sus narices como los arqueros de los tejados. Mientras, el hechizo y la toma de un rehén habían puesto muy nerviosos a los espectadores, que echaron a correr en direcciones distintas, provocando una estampida humana.

—¡No se asusten, por favor! ¡Si vamos a hablarlo! —gritó el panda.

—¡Socorro! ¡Por favor!

Todos pensaron que se trataba de los gritos de auxilio de un civil histérico.

—¡Está loco!

Uno de los arqueros giró la cabeza a tiempo de reconocer a un compañero tirado en el suelo, arrastrándose, con la ropa ensangrentada y la cara machacada. Algo pequeño pero muy enfadado lo agarró por el tobillo y lo hizo chillar, pero el chillido murió cuando fue sacudido como una alfombra polvorienta. Era un animal peludo, gris y con una adorables manitas, una de ellas agarrando un cuerpo ahora inconsciente que debía pesar unas diez veces más que él. El arquero le disparó.

El mapache atrapó la flecha con los dientes. Unos ojos oscuros como el carbón e igual de ardientes lo taladraron. La represalia vino en forma de un cuerpo humano arrojado como un muñeco de trapo, que lo derribó del tejado. El animal se golpeó el pecho (no hizo apenas ruido) y gritó como un poseso. Al otro lado de la plaza, los otros tiradores ni se plantearon hacer un intento.

Uno de ellos notó algo extremadamente afilado en el cuello. Algo ligero estaba agarrado a su cogote.

—A la mínima, te meto el espolón hasta el esófago. ¿Ves a tu amigo, al otro lado del tejado? Le vas a disparar.

—No pienso hacerlo.

—Bueno, pues disgustado de conocerte —el espolón apretó.

—¡Vale, vale!

El arquero neutralizó a su amigo con un doloroso flechazo en el trasero. El traspiés lo hizo bajar a la calle por la vía rápida.

—Bien. Ahora... —el gallo se calló y lo soltó cuando vio que el mapache había mandado a volar en su dirección otro cuerpo, obtenido después de que otro ladrón se hubiera cruzado en su camino. Su rehén apenas tuvo tiempo de gritar cuando cayó a la calle del otro lado. El gallo, ahora solo, aterrizó sobre las tejas y se sacudió, molesto. Con lo que le había costado escabullirse hasta ahí... esa variante de la Bomba de Humo, la Bomba de Plumas de su propia invención, funcionaba muy bien, pero ya no podía usarla otra vez, a menos que consintiera quedarse completamente pelado ante el mundo. Por suerte, el mapache concentraba la atención de los bandidos que quedaban en pie, que no eran muchos. Solo uno en los tejados, y unos cuantos en el mercadillo. La mayoría de civiles había huido.

Miró a un lado. Había perdido el arco corto, pero ante sí tenía un arco largo, propiedad del tío que acababa de caer. Con una pata, agarró el asta. Con la otra, la cuerda. Con el pico, la única flecha que había disponible.

Abajo, el panda soltó también a su escudo humano porque el mapache se había arrojado contra ellos. Su pequeña y corta patita le asestó una patada en la mandíbula al mencionado escudo con tanta fuerza que lo derribó contra un montón de berenjenas que iban a hacer juego con su cara en escasos minutos. El animalito gritó, rabioso de sangre, los brazos extendidos hacia el cielo, pero antes siquiera de que los ecos murieran, se desplomó. Se había quedado dormido.

—¡Este lado está despejado! ¡Corre, culo gordo! —chilló el gallo.

El panda decidió agarrar al mapache por el pellejo del cuello con los dientes antes de huir. El tirador a su espalda tensó el arma.

El gallo se impulsó con las alas para mantener sus patas libres durante dos segundos. Con gran esfuerzo, tensó el arco y disparó al otro lado de la plaza. El arquero esquivó la flecha con un paso lateral, apuntó y soltó la suya propia. El panda había reunido suficiente maná para que el viento la desviara. Le rozó una de sus orejas antes de que siguiera su errático curso, en dirección a una de las callejuelas que salían del mercadillo.

El ruido fue leve, como una hoja al caer, pero se oyó en toda la plaza. La flecha había ensartado un sombrero ahora tirado en los adoquines. Su propietario se había quedado quieto, con ojos desorbitados. El panda frenó. El gallo defecó. El arquero y el resto de bandidos se quedaron congelados.

Los labios se abrieron y dejaron ver unos dientes apretados por la furia. Se separaron para gritar.

—¡Quieto todo el mundo! ¡Estáis detenidos!

Era un capitán de la guardia de la ciudad. Y estaba al mando de todo un escuadrón que incluía perros policía, atraídos por el escándalo.

Nadie obedeció la orden, y todos y cada uno de ellos se arrepintieron después. El gallo no logró llegar muy lejos antes de que fuera interceptado por un can con placa y todo.

—¡Estás detenido! ¡No te muevas!

—¡Pero qué me voy a mover, cabrón! —gritó el gallo, atrapado entre los colmillos y ensordecido por los potentes ladridos. El panda levantó las patas en señal de sumisión, pero aún así, cinco policías se le tiraron encima y lo derribaron con un placaje conjunto. Los bandidos fueron apresados también con eficacia y brutalidad.

Y así fue como los aventureros se conocieron, minutos antes de acabar en un calabozo.

martes, 11 de octubre de 2022

(Proyecto PMP) Tercera entrega de la Alianza PMP

—¡Te repito que con esto no te basta para nada!

—¡Pero si es un palo con una cuerda, ¿cómo de caro puede ser?!

—¡Si tan barato te parece, ve a fabricarlo tú mismo, listillo!

Normalmente, el tendero no le hablaría así a un cliente, por arrogante que fuera. Pero nunca había tenido un gallo como cliente.

—¿Ni el más pequeñito?

—Tienes que traerme el doble de esto, y entonces hablaremos. ¿De donde has sacado este dinero, de todos modos?

—A ti te lo voy a decir —el gallo, ofendido, cogió las monedas una a una y las engulló. Había birlado algo de calderilla a Peabody, pero no conocía su valor. Las más gordas no le habían cabido en la molleja.

—Buenos días —saludó alguien que acababa de entrar en la tienda.

—Bienvenido —respondió el tendero, todavía distraído con el gallo sobre el mostrador—. Además, ¿qué va a hacer un pollo con un arco?

—Ah, no sé. ¿Para qué sirve un arco? ¿No será para lanzar flechas, mastuerzo?

—Un respeto, pajarraco, o te...

Una sombra cubrió al gallo. Había alguien bastante alto detrás de él. El tendero se quedó mudo, mirando al recién llegado.

—¿Venden aquí bambú?

El gallo se giró y solo vio blanco. Levantó la vista, examinó la gran cara redonda y defecó sobre el mostrador por el susto.

El silencio fue largo. Tras esperar educadamente, el oso panda insistió.

—¿Tienen bambú en esta tienda? Me han indicado que aquí vendían artículos exóticos.

El tendero acabó por procesar que, si no había atacado todavía, debía ser porque no tenía intención de hacerlo. Tragó saliva. Menudos colmillos tenía...

—Esto... eh... no, no, lo siento. No vendemos comestibles aquí.

—Vaya... —el gallo caminó hasta el borde más alejado, saltó al suelo, rodeó al oso sin quitarle el ojo de encima y salió de la tienda con toda la discreción posible—¿Sabe donde podría conseguir?


El oso panda salió de la tienda. Tras de sí oyó al tendero maldecir cuando descubrió la propina dejada por el gallo, quien lo observaba encaramado a una cornisa cercana, lejos de su alcance.

—Disculpa, ¿no sabrás tú donde puedo encontrar bambú?

—¿Qué diantre es el bambú? —preguntó el gallo— En todo caso, yo también soy nuevo por aquí.

—Es un tipo de caña comestible, pero no crece en esta tierra. A este paso, tendré que comer otra cosa.

En otras circunstancias, el gallo se habría tomado eso como una indirecta. Pero había algo en el tono y los ademanes del gigantón que irradiaba honestidad.

—Eres un oso, ¿no? —preguntó el gallo, que no estaba del todo seguro. Nunca había oído hablar de un oso blanco y negro— Sé que hay truchas en el riachuelo. Y en el bosque hay frutas silvestres a patadas.

—Pero yo solo quiero bambú —dijo el oso, tristón.

El gallo puso los ojos en blanco, lo cual es una gran proeza para su especie.

—Vale, mira, yo también estoy de compras. Te acompañaré y te ayudaré a buscar el dichoso bambú.

—¿De verdad? —se animó el panda—¡Qué amable!

Sí, amable, ya. El gallo se había fijado en la bandolera del panda. Quería tener una ocasión para hurgar en su interior.



Tras cuatro comercios, lo único que el panda había podido comprar había sido un tarrito de polvo de bambú, usado en medicina tradicional y pociones.

—Puedes usarlo de condimento —le había sugerido el gallo, medio en serio, medio tratando de tomarle el pelo.

—Supongo —admitió él abatido—. ¿Qué crees que combina con esto?

El gallo rascó el suelo, picó repetidamente, y acabó por extraer una lombriz que fue un sabroso aperitivo para él y un horrendo espectáculo para el panda.

—Creo que no comemos lo mismo. En todo caso, deja de ser tan remilgado o te morirás de hambre.

—Está bien, buscaré unas frutas —aceptó el oso a regañadientes. Examino el polvo del tarro—. La calidad no es mala. Quizá pueda hacer alguna poción con esto.

Echaron a caminar. Los característicos andares del gallo hacían que al panda le costara seguir sus ojos.

—¿Sabes hacer pociones? —preguntó, interesado.

—Unas cuantas, sencillitas.

Los dos callaron al pasar por delante de una posada que había visto días mejores. Las dos ventanas y la puerta estaban reventadas, en el interior había mobiliario y vajilla rotos por doquier y gran cantidad de restos que incluían, pero no se limitaban, a sangre, cerveza y, muy probablemente, orina humana.

—Y algunos hechizos.

—¡Anda ya! —espetó el gallo— ¿Un oso mago?

—No es tan increíble. Cualquiera puede hacer magia, si sabe como hacerlo.

—¿Ah sí? ¡Demuéstralo!

—Primero, tienes que aprender a sentir tu propio maná y luego como manipularlo. Se puede conseguir con ejercicio mental. Ahora mismo lo estoy haciendo, aunque no se vea nada. Luego tienes que manejarlo de una forma u otra según el hechizo que tengas en mente. Aparte, tienes que alinearte con las líneas de energía adecuadas, de nuevo, según el hechizo. Las líneas pueden variar según el lugar, la hora del día, época del año, hasta por las condiciones meteorológicas...

El gallo había dejado de escuchar después de “ejercicio mental”. Se concentró en seguir buscando una tienda donde comprar ese condenado arco.

Estaban atajando por un callejón, con el panda todavía hablando sobre el sutil arte de la magia (“... hay que equilibrar tu maná, porque puedes acabar drenando toda tu fuerza...”), cuando las plumas del gallo se erizaron.

Existe una habilidad de pícaro llamada Sombras Susurrantes. Se consigue entrenando el oído de forma que permite detectar a aquellos que tratan de ser sigilosos. El gallo detectó que les seguían, y no solo eso: alguien le esperaba a la vuelta de la esquina.

—Tenemos problemas, oso.

—... una vez estabilizado, puede ser una buena idea asegurarse de que todo está en orden antes de lanzar el hechizo...

Al notar que la extraña pareja se detenía, los bandidos se dejaron ver. Como animal de presa con los ojos a ambos lados de la cabeza, el gallo podía ver a los cuatro hombres, dos delante, dos detrás. Dagas, garrotes y...

Su cresta se agitó cuando giró el pico en dirección a uno de los hombres de delante. Tenía un arco corto.

—Os han oído, idiotas —dijo el del arco.

—Eh, son animales. ¿Qué más da? No irán a ningún sitio.

—...entrelazados. Ayuda si imaginas una trenza en tu cabeza...

El panda no parecía preocupado, ni cuando una flecha se colocó en el arco. El gallo pensó que le debía al oso que no los hubieran atacado todavía. Se examinó las plumas de las alas. Sí... tenía suficientes.

—Eh, ¿podemos hablar esto? —preguntó.

—Bueno, normalmente diríamos aquello de “dejad todo lo que tenéis y os dejaremos vivir”, pero nos apetece algo de pollo asado. Y esa piel blanca y negra tan peculiar parece valiosa.

—Ya, ya... luego no digáis que no os he dado una oportunidad, mamelucos —les espetó el gallo, con tanta seguridad que por un momento los bandidos se detuvieron. Luego se rieron. El arco se levantó, y el gallo abrió las alas...

—... y una vez listo, solo tienes que dejarlo ir.

El panda levantó la garra. Las ventanas cercanas se rompieron. Las tejas sobre sus cabezas fueron arrancadas. Una masa de aire con la fuerza de un río embravecido pasó por encima de la cabeza del panda, tomó tierra y barrió todo cuando había frente a él. Los dos hombres fueron arrojados por el aire como hojas secas, junto con algunos adoquines, maderos y un cubo de basura que había por ahí. Gritaron sorprendidos y aterrorizados y se estrellaron contra las paredes tres veces antes de caer al suelo, completamente noqueados.

Todavía con una leve brisa meciendo sus plumas, el gallo giró la cabeza lentamente hacia su compañero. Había muchas cosas que podría haber dicho, pero no llegó a hacerlo. Los dos hombres que tenían a su retaguardia, igual de estupefactos, todavía no había reaccionado.

El cabo de basura cayó por fin. La tapa salió volando y del interior emergió rodando un mapache que tenía pinta de haber estado durmiendo hasta ese momento.


lunes, 3 de octubre de 2022

(Proyecto PMP) Segunda entrega de la Alianza PMP

Aún no había despuntado el alba. En la granja de Peabody no se oía otra cosa que los ronquidos de sus habitantes. Uno de ellos, sin embargo, ya se había levantado. Llevaba consigo un viejo cubo de metal oxidado y desfondado bien agarrado por el asa en su pico. El gallo trepó al altillo del granero, el sitio más alto de la propiedad, colocó el cubo en el ventanuco y se aclaró la garganta con un cloqueo. Tomó aire. Lo retuvo. Inhaló un poco más, hasta el límite.

—¡QUIQUIRIQUIIIIIIIIIII!

La resonancia fue perfecta. El cilindro de metal convirtió el canto en un poderoso rugido que lo barrió todo en varias millas a la redonda. Peabody, tan cerca del epicentro, sintió que lo habían despertado metiéndole un picahielos en la oreja.

—¡Se acabó! —vociferó— ¡Voy a hacerlo ahora mismo!

—Si el sol ni ha salido —murmuró su mujer, medio dormida.

—¡Me da igual!


Peabody no se molestó en vestirse. Encendió una lámpara, cogió un cuchillo de carnicero y una tubería de plomo y se dirigió al granero. Un segundo canto monstruoso lo recibió.

—¡Sí, aprovecha, aprovecha ahora que puedes, pájaro del demonio!

Abrió la puerta del granero. Su tono cambió con rapidez.

—Ven chico, ven, titas, titas. Tengo granos de maíz gordos y sabrosos —decía mientras ocultaba sus armas pollicidas tras la espalda. Oyó un aleteo sobre su cabeza. Localizó la escalerilla que llevaba a la plataforma superior y avanzó mirando hacia arriba, tratando de localizar al gallo.

—Titas, titas, ti...

Oyó un fuerte golpe a su espalda, seguido de otro más débil. La puerta del granero acababa de cerrarse. Y atrancarse.

—Oh, por favor —gruñó Peabody, anticipando el esfuerzo que iba a suponerle mover la pesada escalerilla para bajar por una ventana al exterior. Ese pensamiento desapareció con rapidez cuando la luz de su candil se reflejó en dos grandes ojos. Un resoplido hizo volar algunas briznas de paja. Peabody se quedó congelado.

—Si en esta fosa séptica que llamas “granja” hubiera maíz “gordo y sabroso”, ya me lo habría comido —dijo una voz sobre su cabeza. Oyó el aleteo del gallo, que apareció por encima de su cabeza, agazapado en una viga.

—Tú... qué... ¿por qué está Pitones aquí?

—Oh, he ido a hablar con él esta tarde, le he dicho que ibas a venir al granero a esta hora y me ha hecho saber que tenía muchas ganas de esconderse a esperarte. Para darte una sorpresa y todo eso.

—Pero... ¿como? El corral... las llaves...

Un objeto ligero y tintineante lo golpeó en la frente. Las llaves brillaron a sus pies.

—¡¿Me las has robado?! Sucio ratero... ¡cabrón! ¡Me has engañado!

—Claro que te he engañado, idiota. ¿Crees que no lo sabía? Ibais a echarme al puchero en cualquier momento.

—¡Robabas huevos y los vendías a nuestras espaldas!

—Y aún así os quedabais con demasiados a cambio de la bazofia reseca y añeja que tú llamas maíz.

Se oyó un pisotón.

—Perdona, Pitones, tienes razón. No hay más que discutir. ¡Todo tuyo!

Peabody retrocedió. Unos cuernos casi tan grandes como sus brazos apuntaban a una región cercana a su ombligo.

—Espera, espera, Pitones, te daré el mejor forraje. ¡Lo reservaré especialmente para ti!

El gallo no se molestó en quedarse. Nada que Peabody pudiera ofrecer a Pitones iba a cambiar su parecer. Lo habían castrado, por ser demasiado belicoso. Jamás perdonaría algo así. Pitones no era demasiado listo, ni siquiera sabía hablar, pero sí sabía que le habían arrebatado lo que más feliz le hacía.

El gallo aterrizó fuera del granero al tiempo que toda la estructura temblaba. Los gritos de Peabody le alegraron el crepúsculo durante todo el tiempo que alcanzó a oírlos, en su camino hacia una nueva vida.


sábado, 1 de octubre de 2022

(Proyecto PMP) Primera entrega

 

El ayudante del cocinero de la posada salió al patio trasero, donde los cerdos esperaban impacientes las sobras de la jornada. A sus espaldas, una cola peluda y anillada se escabulló al interior del local.

Había mucha comida por doquier, y los mapaches son de todo menos exquisitos. El ejemplar que nos ocupa, sin embargo, era ambicioso. Si había llegado hasta ahí, no se iba a conformar con nada menos que lo más sabroso a lo que pudiera hincarle el diente, y eso era uno de los grandes jamones curados que colgaban detrás de la barra. El propietario le daba la espalda, y los parroquianos estaban distraídos con sus bebidas, sus conversaciones, o sus ligoteos.

Oculto en las sombras, se agazapó y saltó con gran agilidad. Sus manitas se abrazaron a la deliciosa grasa y su impulso balanceó el jamón con suavidad. Feliz como un niño, propinó el primer mordisco. ¡Qué delicia!

Ocupado con su cena, el mapache no se dio cuenta de que su larga cola colgaba a la vista de todos. El ayudante del cocinero regresó y detectó enseguida esa extraña cosa alargada y peluda que pendía debajo de los jamones. La agarró y tiró de ella. El chillido del mapache se debió oír en todo el barrio y el del ayudante, en todo el pueblo, después de recibir un mordisco casi instantáneo. Todos los ojos de la posada se clavaron en él, que intentó huir hacia arriba, hacia las vigas y las sombras del techo.

—¡Un ladrón!

—¡Es un puto tejón! ¡Matadlo!

El propietario tuvo que apartarse cuando la posada en general decidió arrojar todo cuanto tenían a mano en dirección al intruso. Jarras de cerveza, llenas y vacías; cubiertos, platos, huesos de cordero, zapatos, dagas, patatas hervidas, hasta una dentadura postiza. La lluvia de artefactos fue demasiado intensa para poder evitarlo todo. El mapache perdió el equilibrio, cayó sobre la barra y antes de que pudiera huir, uno de los jamones se descolgó, la cuerda cortada por una daga, y lo aplastó en su caída.

Se hizo el silencio, roto por los últimos tintineos de los objetos arrojados. Una gran risotada general le puso fin. Señalaban y se reían del mapache muerto, aplastado por un jamón...

Inmóvil, sin siquiera respirar, el animalito notaba como el corazón le latía desbocado. No sentía ira o vergüenza alguna. Solo... miedo.

Oh, no.

Crecía y crecía, pues sabia que intentarían matarlo una vez comprobaran que había sobrevivido. Y le dolían las patitas y la barriguita. ¿Como iba a escapar? No, no, no... no podía dejar que siguiera creciendo.

No... ya era tarde. El miedo se convirtió en pánico. Invadía todo su cuerpo como un fuego forestal. Las llamas le estaban calentando la sangre y el cerebro.

Las risas se pararon cuando el jamón se levantó. Cualquier intento de reaccionar con violencia fue aplacado por la visión de lo inconcebible. El mapache agarraba la pata por la pezuña y la sostenía en vilo de un modo que parecía contravenir alguna ley fundamental de la física o de la lógica. Un hilo de sangre corría por su cara, y se lo lamió con lentitud. Esta vez, el silencio fue duro, espeso y absoluto. Fue roto cuando la manita libre del mapache dio una palmadita a la piel del jamón.


Unos cinco minutos más tarde, un total de tres hombres se habían cagado en los pantalones.

(ProyectoPMP) Capítulo 13, de como el pollo juega con arcos mientras el panda se desloma

  Bankiva inspiró. Saltó, llamó su arco en el aire. Expiró. Disparó dos flechas al mismo tiempo, en direcciones distintas. Alcanzaron la esp...