jueves, 8 de diciembre de 2022

(Proyecto PMP) Tercer capítulo, de matadragones y saqueadores

 

—Deteneos un momento, por favor.

El carro tirado por caballos paró a un lado del camino. No llevaban conductor. Cada vez eran más los jamelgos que decidían prescindir de un carretero humano al que debían ceder la mayor parte de las ganancias. Joao saltó con elegancia seguido de Abrojo para investigar unas ruinas humeantes de lo que debía haber sido una granja. La casa principal, el granero, el depósito del agua, los corrales... No quedaba una pared entera.

—Había días que soñaba con hacer algo así —admitió Bankiva. Llevaba una armadura de cuero hecha a medida. Bajo las alas tenía ocultos pequeños cuchillos arrojadizos, y sus plumas ya estaban restauradas gracias a una poción elaborada por Mian Hua. El panda tenía una bandolera nueva con materias primas básicas para fabricar pociones y un bastón de mago: Una vara de bambú. Algunas pruebas habían revelado que era muy compatible con su maná, pero existía el peligro de que se pusiera a mordisquearlo inconscientemente cuando se despistaba.

—¿Por qué hace esto? —preguntó, contemplando la ruina. Se le ocurrió echar un vistazo tras una pared y vio algo que no era demasiado bonito.

—No estoy seguro —admitió Joao—. Los dragones suelen limitarse a tomar una cabeza de ganado. Pero Xenos es distinto. Puede que sea una táctica de intimidación, o no quiera dejar testigos. Me inclino a pensar, sin embargo, que no soporta a los humanos.

Azeban se coló entre las patas de Joao, buscando pistas y husmeando, ansioso por ayudar. Llevaba un cinto con una pequeña hacha arrojadiza. Escarbó entre las cenizas y le señaló algo al jaguar, que asintió.

—Todavía están calientes. El ataque debió producirse anoche.

Joao se tomó la investigación con calma. Se paseaba entre las ruinas, examinaba cada rastro de ceniza y hierba carbonizada, cada pared que todavía se tenía en pie. Bankiva escarbó en busca de lombrices y Mian Hua sacó un pequeño equipo de alquimista portátil, donde se puso a preparar pociones de salamandra.

—¿Cómo de efectivas son esas pociones? —preguntó el gallo con el pico lleno.

—Depende de la calidad, pero creo que podrías bañarte en agua hirviendo sin quemarte. Ahora, no sé si supondrán diferencia con un fuego que rompe piedras.

—Por poca que sea, no... ¡NO MORDISQUEES!

El panda se detuvo, avergonzado.

—¿No podías conformarte con un garrote de olivo?

—Pero yo no como aceitunas...

Bankiva pensó que jamás iba a comprender el funcionamiento del maná.

—Para mí que el de la tienda nos timó. No me creo que una caña reseca sea tan cara.

—Está especialmente tratada. Creo —Mian Hua no parecía muy seguro.

—Cuando volvamos prueba a hacer magia con los brotes que te dan en la cantina. Como funcione, voy a volver a tienda y...

Ambos se giraron hacia el camino. Un grupo de hombres se dirigía a las ruinas. Se pararon al lado de los caballos, con la avaricia evidente en sus ojos.

—¿Bandidos? —se preguntó Mian Hua con calma.

—No creo. Pero yo que tú prepararía un hechizo.

—Ya me he puesto a ello.

El panda atrajo la atención del grupo, que se aproximó a investigar. Llevaban palas y azadas con ellos. Parecían disgustados.

—Fuera, fuera —dijo el más cercano, haciendo gestos intentando echar al oso. Mian Hua se lo quedó mirando poco impresionado.

—Dale un palazo —lo animó uno que estaba en la retaguardia.

—¿Molestamos? —preguntó Mian Hua con amabilidad. Bankiva miró torvo a los que habían reparado en él y parecían estar considerando reclutarlo para su gallinero. O su despensa.

—¿Qué se os ha perdido por aquí? —preguntó el primer hombre.

—No contestes —advirtió Bankiva al honesto Mian Hua—. No es asunto suyo.

—¡Oh! ¿Esas tenemos? Supongo entonces que no eres un superviviente de la granja.

—Dale un palazo —repitió el mismo de antes.

—¿Y vosotros quienes sois, mendrugos? ¿A qué venís, a escarbar entre los restos?

La pregunta había sido totalmente azarosa, pero el respingo grupal demostró que fue un acierto fortuito.

—¡Cierra el pico! ¿Qué más te da?

—Ah, amigo. Ahora lo entiendo —Bankiva entrecerró los ojillos—. Venís a ver si se puede rescatar algo de valor. Quienquiera que viviera aquí, ¿no era vuestro vecino?

—Ah, claro. Eso debe ser ilegal —asintió Mian Hua sin alterarse.

—Ilegal de cojones, además de moralmente reprobable —como animales, a ninguno de los dos les interesaba la moral humana, pero Bankiva no iba a privarse de lanzar ese cuchillito verbal antes de que tuviera que recurrir a los de acero que llevaba bajo el ala, y se olía que iba a ser pronto.

—¿Os creéis muy listos, verdad? —uno de los hombres cogió una piedra del tamaño de un puño del suelo. Colocado en la retaguardia, debió pensar que los animales no lo notaban— ¿Sabéis qué es legal? Cazar animales salvajes.

La piedra fue arrojado en dirección al panda. La vara de bambú se movió, apenas un gesto perezoso, y se levantó una fuerte ventolera que envolvía un chorro de aire mucho más fuerte, delgado y preciso. También invisible, así que los granjeros no entendieron como el pedrusco pudo regresar con el doble de velocidad y rozando la coronilla del lanzador, cuyo cuero cabelludo sangró un poco.

Mian Hua iba a decir que solo había sido una advertencia y que mejor les dejaran en paz, pero un chillido llamó la atención de todos. Azeban se agarraba el morro, lloriqueando, a varios pasos tras los campesinos, la piedra a sus pies.

—Oh —musitó el panda.

—¡Oh! —cacareó el gallo.

—¿Oh? —preguntaron los confundidos hombres.

El mapache se miró la punta de la nariz en proceso de inflamación. Un hilillo de sangre le corrió por el pelaje, se coló entre sus dientes y tocó su lengua.

Sus pupilas se contrajeron como puños apretados.

—Han sido ellos —dijo de inmediato Mian Hua.


Joao examinaba las ruinas en solitario. La destrucción había sido concienzuda. Se preguntaba por qué iba el dragón a molestarse en calcinar de ese modo un lugar que no podía defenderse.

Su oreja izquierda se meneó. Sin dejar de pensar y de observar las marcas del chorro de fuego se movió un paso hacia la derecha. Tres segundos después y precedido por su grito, un hombre cayó justo donde había estado el jaguar. Quedó ahí hecho un trapo, gimiendo de dolor. Joao lo ignoró.

Quedaba un solo hombre en pie. Tenía un hombro dislocado, la lesión menos grave entre todos sus amigos. Había soltado su pala después de ver como el mapache partía el palo de una azada de un solo golpe. Gimoteó, se dio la vuelta y corrió. Azeban parecía dispuesto a perseguirlo, pero fue Joao el que lo interceptó. Su carrera desde las ruinas fue elegante, silenciosa y muy rápida. Casi pareció que se materializaba. Miró a los ojos al campesino, que frenó en seco.

—Tranquilo, jovencito —le dijo a Azeban, que echaba espuma sanguinolenta por la boca—. Necesito a uno que pueda hablar. Bom Dia, buen hombre. Me gustaría preguntarle sobre este ataque. Lo que pudo ver, cosas como al hora del día y estado del clima... prefiero que esto sea discreto y la caza de dragones atrae mucho la atención, de ahí que prefiera hablar en este sitio aislado. Pero si no le interesa, le dejo jugando con mi joven compañero.

El amable campesino se hizo cargo y decidió contarle a Joao todo lo que sabía. Mian Hua administró una poción a Azeban que neutralizó la Rabia de Sangre.

—Tienes que aprender a desviar los proyectiles hacia sitios más convenientes —comentó Bankiva.

—Y tú tienes que aprender a no ser tan antagonista —el panda puso algo de medicina en un algodoncito y dio suaves toques en la nariz del mapache para bajarle la inflamación—. No teníamos por qué pelear.

—No seas ingenuo. Como que venían con buenas intenciones.

—En realidad —Joao intervino en la conversación después de dejar que el campesino se marchara— debían querer ser lo más discretos posible para no llamar la atención de las autoridades... o darles excusas para mirar a otro lado. Estos saqueos son comunes tras ataques como este. La mayoría de humanos son pobres al fin y al cabo.

—Bah —gruñó Bankiva, quien ya había averiguado lo pobres que eran esos desgraciados. Les había rebuscado los bolsillos a todos mientras Azeban los machacaba, pero no había encontrado nada salvo cobre pequeño y sucio.

—Si habéis terminado, debemos partir de inmediato —añadió Joao.

—¿Por qué, porque volverá con sus amigos? —preguntó Bankiva, malhumorado.

—Xenos no se quedará mucho tiempo aquí. Hasta cabe la posibilidad de que se haya marchado ya para no arriesgarse a un enfrentamiento con cazadores.

—Pero... ¿sabes donde encontrarlo? —preguntó Mian Hua.

—Tendrá su guarida en las montañas —el morro del jaguar señaló la sierra que bordeaba el lado norte del valle. Sus faldas estaban bastante cerca, pasadas varias hectáreas de campos de cultivo— Son demasiado extensas para peinarlas en un día, pero teniendo en cuenta sus antecedentes y la información que me ha dado el campesino, todavía hay posibilidad de pillarlo. Hay un rango de altura en el que se siente más cómodo, y dado que la noche pasada estuvo despejada y sin viento...

—Vale, vale, que sí lo sabes. Vamos —urgió el gallo impaciente.

—Eh, que a mí me interesaba todo eso —se quejó Mian Hua.

—A mi me interesa la parte en que se nos puede escabullir. No he venido hasta aquí solo por un par de cachos de cobre —se fijó en los campos que debían atravesar—. Y algo de maíz fresco.


Los caballos los llevaron hasta donde empezaba la pendiente y el camino se convertía en una serpiente de polvo y rocas que trepaba por la ladera. Los tres novatos tuvieron un escalofrío cuando Joao les dijo a los caballos, con absoluta naturalidad, que si no regresaban en menos de un día, podían darlos por perdidos.


Las siguientes horas fueron tensas. Joao examinaba a conciencia el terreno por el que pasaban mientras los otros tres miraban el cielo con aprensión. La escasa vegetación les hacía sentir muy expuestos.

—Ah —Joao apenas murmuró ese ruido, pero en el aire fresco y quieto sonó como un grito que los hizo saltar. El jaguar estaba examinando una cuesta rocosa e irregular — Interesante.

Los tres miraron fijamente la roca. Por no haber, no había ni líquenes en la piedra. Joao sacó una de sus uñas negras y afiladas como una sombra y señaló unas muescas blancas, casi imperceptibles.

—¿Marcas de garra? —sugirió Mian Hua en un susurro. Joao asintió.

—Y recientes. Eso aumenta nuestras posibilidades de encontrarlo.

Bankiva revoloteó hasta la cabeza de Mian Hua para ver las huellas desde arriba. La distancia entre las muescas parecía sugerir una zarpa muy, muy grande...

El panda pareció adivinar lo que le pasaba por la cabeza.

—No me cagues encima —le advirtió.

Azeban correteó de una huella a otra. Las husmeó. Hasta las lamió. Joao ya había reanudado la marcha cuando comentó con su tímida voz:

—Está herido.

—En efecto —respondió Joao, sorprendiendo al panda y al gallo.

—¿Cómo podéis saberlo? —preguntó Bankiva, estupefacto.

—Las huellas delatan mucho, si sabes leerlas. Cojea del lado izquierdo, probablemente de la pata delantera. No puedo decir, sin embargo, como se hizo la herida.

Se oyó un fuerte chasquido sobre sus cabezas. Un pedrusco del tamaño de una manzana cayó por la ladera, rebotando y haciendo mucho ruido. Pasó por su lado a gran velocidad y se perdió montaña abajo. Nadie movió un músculo durante los siguientes diez segundos.

Mian Hua se atrevió a hablar el primero.

—¿Me has...?

—Ha ido todo el suelo, tranquilo —aseguró Bankiva.

—¿Habrá sido una cabra?

—Podría haber sido una cabra. O un águila.

—¿Un gato montés, quizá?

—Vamos —susurró Joao, cuyos andares cambiaron de forma notable. Sus pasos, ya de por sí discretos, se hicieron totalmente inaudibles.


Había una cueva a unos cincuenta metros por encima de donde habían visto las huellas. Daba a una caverna por la que entraba una modesta cantidad de luz solar por el techo, probablemente por una sima. Gallo, mapache y panda, en este orden de altura, se asomaron para otear el interior. Joao lo hizo por el lado opuesto.

—¿Su guarida? —preguntó Bankiva por la comisura del pico.

Joao tiró con los dientes de una cuerda del paquete que llevaba sobre las ancas. Desenvolvió una curiosa arma, una lanza de acero muy corta y embutida en un cilindro, la punta hacia fuera. Entró, puro silencio y cautela. Bankiva lo siguió muy de cerca, razonando que cuanto más próximo estuviera al matadragones más seguro estaría. Casi se le escapó un cacareo cuando vio algo que parecía una serpiente de gran tamaño, con escamas de un rojo desvaído. La punta estaba a la vista, pero el otro extremo se ocultaba tras un promontorio. El gallo hizo gestos frenéticos a Mian Hua, abriendo mucho el pico e intentando vocalizar “¡ESTÁ AQUÍ!”, sin lograrlo porque no tenía labios que se pudieran leer. Aún así, el panda captó el mensaje y entró con la vara preparada. Azeban se quedó atrás con su pequeña hacha en ristre, tratando de no perder los estribos, pero hasta el berserker dentro de él entendía que esa no era una situación que pudiera resolver con violencia indiscriminada.

Joao se acercó a la cola. La forma en que no dejaba de mirar alrededor de la cueva ponía nervioso a Bankiva. ¿Qué otra cosa podía haber? ¿OTRO dragón?

El jaguar se quedó quieto al lado de la cola. El gallo defecó sin control cuando lo vio tantearla. Pero no sucedió nada. Con la cresta temblorosa como una gelatina de fresa, Bankiva se acercó. Lo que vio detrás de la elevación de roca lo dejó algo descolocado. En un susurró tan suave que no habría despertado ni a una pulga, se atrevió a preguntar:

—¿Está muerto?

A la cola le seguían los cuartos traseros, pero más allá las escamas estaban rotas, estiradas y aún más blanquecinas. No había rastro de la parte delantera de la bestia.

—Es una muda —explicó Joao, con más calma pero con igual cautela— No está aquí.


Afuera, Azeban oyó algo que habría descrito como un lento chapoteo. Preguntándose si empezaba a llover, se dio la vuelta. Había una especie de cristal húmedo frente a él. Detrás, una gran raya negra vertical rodeada por algo amarillo como yema de huevo.

El ruido se repitió cuando el cristal fue repasado por algo que se llama “membrana nictitante”, aunque eso Azeban no lo sabía. Hizo retroceder su cabecita para ver mejor. El cristal estaba rodeado por un marco de escamas rojas, y estas parecían extenderse y extenderse sin fin, más allá de su alcance visual.

El ojo del dragón era, aproximadamente, del tamaño del mapache.

Durante un segundo, su mente se mantuvo fría y supo que su siguiente movimiento iba a ser crucial... pero solo durante un segundo.

Con un grito de terror, golpeó el ojo con todas sus fuerzas.

(ProyectoPMP) Capítulo 13, de como el pollo juega con arcos mientras el panda se desloma

  Bankiva inspiró. Saltó, llamó su arco en el aire. Expiró. Disparó dos flechas al mismo tiempo, en direcciones distintas. Alcanzaron la esp...