miércoles, 19 de enero de 2022

Una historia de la Vida alternativa (relato)

 

Observó su última adquisición. ¡Qué bello! La forma en que los electrones se movían, el equilibrio de fuerzas entre sus partículas componentes...caótico, pero estable.

 

—Cariño, ¿has comprado otro átomo? —le preguntó su esposa. Él dio un respingo y le dirigió una mirada culpable.

—Estaba en oferta —se defendió.

—Pero ¿cuántos más vas a comprar? ¿No te basta con los que ya tienes?

—¡Es que cada uno es único, querida!

—Solo digo que esto parece sospechoso. ¿De donde los saca el vendedor? ¿Los fabrica él?

—Pues no tengo ni idea.

—No quiero mercancía sospechosa en esta dimensión, cariño.

—¡Pero si son inofensivos, querida! Y son tan bonitos...

Colocó cuidadosamente el átomo junto con los demás.

—¿Te has leído el manual de instrucciones? —le preguntó la mujer con suspicacia al oír la palabra “inofensivo”.

—¿Tienen manual? En plan, ¿cada uno tiene el suyo? —preguntó él, sorprendido.

Ella suspiró y meneó la cabeza. Leyó con atención.

—Espera... aquí dice “no almacenar en un espacio reducido con otros átomos si el número total supera los...” —necesitó un rato para recitar la cifra entera.

—¿Qué pasa si se juntan tantos? —preguntó el, nervioso, pues su colección superaba el límite de seguridad en uno.

—Al parecer se calientan mucho. Y luego pueden...

Hubo un brillo monstruoso, una oleada de energía más allá de la imaginación. Luego, una explosión. Una gran explosión. Podría decirse que fue un Big Bang.

—¡Pero bueno! —lo riñó su mujer— ¡Mira como lo ha puesto todo!

—¡Ah, no! —dijo el hombre, las manos a la cabeza y las cejas quemadas— ¡Mis átomos! ¡Estan por todas partes!

—¡Ya puedes ir limpiando ahora mismo! —sacudió la mano para apartar de su cara el polvo ardiente. Los átomos se habían juntado en moléculas, y éstas en partículas de materia.

—Sí, cariño —dijo él, manso, fascinado por la forma en que se habían formado esas motas de gas. Se puso a ordenar su colección en montoncitos. Su mujer se ausentó para darle algo de tiempo, y al regresar, se encontró con que todo seguía disperso, solo que organizado en esferas que brillaban de calor.

—¿No se supone que ibas a limpiar?

—¡Mira qué reacción más estable! ¡El hidrógeno es aplastado bajo su propia masa y se convierte en helio! ¡Qué bellas son!

Consciente de que su marido no escuchaba, la mujer decidió tolerar las estrellas por el momento.

—¡Mira como todo gira y gira! ¡Está formando planetas!

—Sí, cariño, sí —repuso ella, cansada, con una supernova explotando cerca de su oreja. Luego, dirigió la mirada hacia una estrella en particular. Su brillo le gustaba, y se habían formado ocho planetas a su alrededor, junto con otros cuerpos celestiales más pequeños. Examinó todo concienzudamente mientras su marido intentaba quitarse un agujero negro que se le había pegado a la barba. El tercer planeta era sólido, todavía caliente, así que movió un poco de agua para enfriarlo, con la idea de empezar a limpiar por ahí. Pero entonces, reparó en que en el fondo de los mares que acababa de crear, algo había nacido.

—¡Oh, qué asco, por favor! —dijo— ¡Ha salido un bicho!

—Oh, ¿podemos adoptarlo?

—Pues no tenemos más remedio, porque acaba de dividirse en dos. Genial, se está reproduciendo. Para cuando tenga suficiente lejía estará todo el planeta infectado. Mira, si quieres adoptarlo, tú te ocupas de cuidarlo.

—¡Desde luego! —dijo él, contento, y se ocupó de supervisar el crecimiento de esa nueva forma de Vida. Su mujer se ausentó de nuevo, y al volver, su marido le enseñó como los bichitos unicelulares se habían organizado en organismos mucho más grandes, de los cuales había “tropecientos”, en sus palabras. También había ideado algo que llamaba “evolución” para adaptarse a las condiciones cambiantes de ese planeta, la capacidad de alimentarse y un sistema de reproducción basado en sexos.

—¿Se están comiendo entre ellos? —preguntó ella.

—Ya, resulta que cuando se hacen tan grandes no les basta comer rocas. ¡Pero he conseguido que algunos usen luz como alimento!

—Este sistema de evolución... ¿no es un poco chapucero?

—¡Ya han pasado por algunas crisis importantes y han sobrevivido!

—Ya, pero... —dirigió sus ojos que podían verlo todo hacia una criatura de gran tamaño, la más grande en ese momento, un reptil cuadrúpedo con un cuello muy largo—¡Mira eso! —puso la mano en el cuello, y levantó la carne. El animal siguió comiendo hojas, impertérrito—El nervio que hace funcionar la laringe... ¡es larguísimo! ¿Por qué no va en línea recta desde el cerebro?

—Vale, es que el diseño data de cuando todavía eran peces. A medida que han ganado cuello, el nervio se ha alargado porque está enredado con la aorta.

—Así que este animal tiene un nervio que baja del cerebro por ese cuello kilométrico, llega a la altura del corazón, vuelve a subir y se une a la laringe que no está a más de un metro del cerebro. ¡Qué desperdicio de nervio! ¿Hay más así?

—Sí, cariño, lo siento. Todos los vertebrados han acabado con este defecto.

—Bueno, supongo que... ¡cuidado!

Distraídos con el nervio tonto, un meteorito chocó contra el planeta.

—¡Noooo! —chilló él al ver perecer a los dinosaurios.

—Sí, sí, muy resistentes a las crisis. Mira, los que han salido mejor parados han sido esos peluditos pequeños. Salgamos de aquí, que me estoy llenando de polvo.

Se alejaron un poco, y ordenaron los asteroides que pudieron en un cinturón entre el cuarto y el quinto planeta para evitar más choques, en la medida de lo posible.

—Si vas a tener una mascota, tienes que cuidarla mejor —lo riñó ella—. ¿Por qué no te apuntas a un curso sobre como gestionar la Vida?

—Pues igual lo hago...

 

Tras un tiempo, regresaron. Los peluditos ahora ya no eran tan pequeños. Además, el problema era que la Vida cambiaba tanto que todo el conocimiento adquirido quedó desfasado al instante.

—¿Has visto? ¿Quiénes son esos? Se parecen un poco a nosotros.

La mujer fue a curiosear mientras el marido revisaba el registro automático de eventos. Cuando ella regresó, él preguntó:

—¡Su índice de mortalidad es altísimo! ¡Y lo raro es que la mayor parte de las muertes son causadas por sus semejantes! ¿Como ha pasado eso?

—Ya te dije que tu sistema evolutivo era chapucero. Les ha crecido demasiado el cerebro. ¡Si hasta se han dado cuenta de que andamos por ahí!

—¡Anda ya!

—Que sí, que sí. A mí me llaman Madre Naturaleza, y a tí Dios.

—¿Nos han puesto nombre? ¡Qué cucos!

—Sí, y muchos se matan entre ellos por tí.

—¿Como que...? —él echó un vistazo rápido que, en años humanos, habría durado unos siglos—A ver, esos mandamientos están muy bien, pero primero, yo no los he escrito, y segundo, ¡se los pasan por la axila! No lo entiendo.

—Se les ha subido el instinto a la cabeza. Toda la Vida tiene que pelear al límite para sobrevivir. Ellos se han hecho tan poderosos que no necesitarían llegar al límite, pero lo hacen de todos modos. Quieren más comida, más posesiones, más placeres de los que necesitan.

—¿Y ahora qué hago? ¿Voy y les digo que paren?

—No sé si es buena idea. A uno que consideraban el hijo de Dios lo crucificaron.

—¡Si aún no tenemos churumbeles! Pero... ¿qué es eso de crucificar?

Ella se lo explicó. Él decidió que mejor no se dejaba ver por ahí. Técnicamente, no podían hacerle daño, pero lo habían sorprendido lo suficiente como para cuestionar lo que sabía. Volvió a mirar.

—¡Uauh!

—Apartamos la vista un segundo y ya son como siete mil millones. ¿Y has visto lo ingeniosos que son? Han logrado reproducir lo que sucede con tus estrellas.

—¿De verdad? ¿Qué hacen con ese conocimiento?

—Se amenazan, se matan por millones, y cuando la usan como energía dejan desechos por todas partes. En eso se parecen a tí, querido.

—No, si al final tendré que bajar antes de que exterminen la Vida.

—No creo que puedan, aunque igual lo hacen regresar todo a los organismos unicelulares. Eh, así podrás corregir lo de ese estúpido nervio.

—Oh, no...

—Y ahora, ¿qué?

—Veo un virus en forma de corona...

lunes, 10 de enero de 2022

La Sombra (relato corto)

 

En una habitación invadida por juguetes rotos y libros destripados, un niño se acurruca contra la cama. Quiere esconderse, pero no puede. Necesita ayuda, pero no sabe a quién pedirla, o como.

La Sombra entra en la habitación.

—¿Pensabas que podías esconderte de la verdad? ¡Ven aquí!

Lo coge por el brazo y lo arroja al centro del cuarto con violencia. Los restos de juguetes vuelan. El niño llora.

—¡Eso es, llora! ¡No sirves para nada más, maldito desperdicio! —la Sombra lo golpea y patea sin piedad. Incapaz de defenderse, el niño se encoge, grita de miedo y dolor.

—¡Todo es culpa tuya! ¡Eres malo! ¡Nadie te quiere! ¡Nunca te han querido! —la Sombra azota y azota, incansable— ¡Sabes que sin ti todo sería mejor! ¿Para qué te esfuerzas? ¡Si no sirves para nada!

El niño había soportado lo mismo innumerables veces. En su vida hubo periodos de paz, y periodos donde aparecía a diario. A veces anticipaba la llegada de la Sombra, a veces lo tomaba por sorpresa, pero siempre acababa igual. Nunca quedaba satisfecha, solo cansada. Se retiraba para regresar en otra ocasión. Desesperado, pensaba que nunca podría luchar contra ella. No podía vencerla. Sería su esclavo para siempre.

—¡Inútil! ¡Malo! ¡Feo! —el último golpe se retrasa. El niño, acobardado, mira hacia arriba. Hay alguien más en la habitación.

—Ya basta.

—¡Tú! ¿Como te atreves a intentar detenerme?

Es un hombre. Tiene bien agarrada la mano afilada y delgaducha de la Sombra.

—Vete —le ordena el hombre. No grita. Su voz fuerte y autoritaria está calmada como el agua de un estanque.

—¿Que me vaya? ¡Y qué hará este inútil sin mí! ¡Me necesita!

—Sí —admitió el hombre—. Pero no así. Tu trabajo siempre fue mantenerlo a salvo.

—¡Es lo que estoy haciendo! ¡Le digo la verdad, para que esté preparado para lo peor!

—No. Lo estás torturando. Has perdido tu propósito original. Has perdido el control. Debes irte.

—¿Y crees que puedes obligarme? ¡No hay nada que pueda obligarme!

—De nuevo, te equivocas.

Le dobla el brazo y la Sombra se ve sometida ante la fuerza superior del hombre.

—¿Por qué? —chilla la Sombra— ¿Por qué eres tan fuerte?

—Porque él no es un inútil. Porque él merece mucho mejor que esto. Solo por el hecho de vivir y ser humano. Ahora lo sé. Y no dejaré que tus palabras huecas lo alcancen nunca más.

Le dobla el brazo todavía más. La Sombra se debilita, se desvanece.

—¡No puedes destruirme! ¡Siempre estaré ahí! ¡Ni siquiera el Fármaco pudo conmigo! ¡Volveré!

—Lo sé. Te estaremos esperando. Ahora, largo.

 

Con un grito, la Sombra desaparece. La luz del sol entra por la ventana de la habitación. El niño se seca las lágrimas y se pone en pie. El adulto se agacha a su lado, con dos piezas de un juguete que ensambla para él.

—Hemos logrado espantarla. Sabemos que regresará. Quizá algún día recuerde cuál era su propósito original. Pero incluso si no lo hace, si sigue acechando... yo te protegeré. Es una promesa.

El niño asiente en silencio y entrelaza con el adulto sus dedos meñiques.

domingo, 2 de enero de 2022

Plumas rojas (relato)

 

Estaba lloviendo a cántaros. La pequeña Nicole chapoteaba en los charcos con sus brillantes botas rojas impermeables, su chubasquero rosita y un paraguas con una simpática ardilla amarilla. No entendía por qué a los mayores les disgustaba tanto la lluvia. ¡Con lo divertida que era! Le encantaba pasar bajo los canales desbordados y que los chorros cayeran sobre su paraguas, y correr por la acera mojada para luego deslizarse por las piedras lisas y mojadas, e incluso simplemente observar la gruesa cortina de agua que convertía la ciudad en un juego de luces sobre un fondo gris. El sol estaba bien, pero alguna tormenta de vez en cuando...

Olvidó lo que estaba pensando cuando pasó al lado de un gran contenedor de basura. Siempre pasaba por esa calle, de vuelta del colegio, y lo había visto docenas de veces, en ocasiones vacío, en ocasiones lleno a rebosar... y ese día, tenía una cinta roja colgando del borde, empapada por la lluvia y mecida por el viento. Se acercó con curiosidad y arrugó la nariz por el olor. Mamá siempre le decía que no se acercara, que estaba sucio, pero mamá no estaba ahí para regañarla. Al principio pensó que quizá era parte de un juguete viejo, pero era tan bajita que no podía ver por encima del borde del contenedor. La tocó y tiró suavemente, esperando quizá que el juguete cayera por sí mismo, pero no fue el caso, y no quiso tirar más fuerte por miedo a romperlo. Miró a un lado, luego al otro, y después de asegurarse de que no hubiera nadie para chivarse, soltó el paraguas y se agarró al borde. Las botas resbalaron en la plancha de metal varias veces hasta que logró poner un pie. Se impulsó, se desequilibró y cayó al interior sobre las bolsas de basura. Qué peste... se puso en pie sobre el inestable montón y echó un vistazo ilusionado. Sus ojitos negros se entornaron para acto seguido abrirse desmesuradamente.

—¡Oh, no!

¡No era un juguete!¡La “cinta” era su colita! Era un pájaro bastante grande, con el rojo como color predominante. Sus plumas estaban empapadas y despeinadas, y no se movía. Sin asco o miedo alguno, Nicole lo tocó y trató de hacerlo reaccionar con toquecitos en la cabeza. Temió que estuviera muerto, pero al agarrarlo comprobó que estaba caliente. Buscó la piel bajo las plumas y la tocó hasta encontrar un pulso. ¡Menos mal!

En ese momento, Nicole no pensó qué hacía esa ave ahí, de donde había salido o como había llegado. Lo primero que pensó era que tenía que hacer algo o se moriría de frío. Lo cogió y saltó a la calle. Lo acunó en un brazo mientras sujetaba el paraguas con el otro. La cabeza colgaba inerte, como si estuviera muerto.

Nicole llegó a casa. Lo mejor habría sido llevar al animalito a un veterinario, pero no tenía experiencia alguna en trato con animales. Sus padres no querían saber nada de mascotas. Sabía que se arriesgaba a un castigo bien gordo, pero le daba igual. En su cabecita se había instalado la idea de que solo ella podía salvarlo, y lo haría aun a costa de no comer galletas con chocolate durante un mes.

Se metió al animal sucio y mojado bajo el jersey y tapó el bulto con su mochila. Mamá la estaba esperando cuando llegó a la puerta de su piso.

—¿Dónde te habías metido? Ya iba a llamar a tu padre para que pasara por el colegio. ¡Oh, por Dios, estás empapada! ¡A la ducha ahora mismo!

—¡Voyyyy! —le dejó a su madre el paraguas y el chubasquero, y con la excusa de dejar la mochila en su cuarto, dejó el jersey con su inquilino bajo la cama.

—¡Volveré en seguida! ¡No te mueras! -le susurró al bulto.

 

Mientras se daba un baño de agua bien calentita, su madre le dijo apresuradamente.

—Cariño, ahora que estás en casa aprovecharé para salir. Si hay algún problema con la abuela, llámame en seguida, ¿vale?

—Síiii, mamá —contestó Nicole en el tono de alguien que ha oído esas mismas palabras miles de veces. La abuelita vivía con ellos, y la pobre apenas hablaba. Estarían las dos solas en la casa. Era su oportunidad. Acabó de bañarse, se vistió y se llevó el secador y una toalla al cuarto. Esperó a oír la puerta del piso al cerrarse para enchufar el aparato. Sacó al pájaro de su escondite y se puso a secarlo, pero notó enseguida que olía muy mal, así que cambió de idea. Lo llevó a la bañera y lo limpió. Fue en ese momento que notó que estaba herido. Le faltaban algunas plumas en el cuello, y en la garganta tenía una herida bastante fea, aunque no sangraba.

Una vez estuvo bien limpito, se puso a secarlo. Llevaba unos cinco minutos en ello cuando el pájaro abrió un ojo vidrioso. Su enorme pico negro quiso picar el secador, pero estaba tan débil que Nicole no tenía problema alguno en dominarlo. Gruñó y gimió.

—¡No hagas ruido! —le dijo Nicole, quien estaba en una edad en la que todavía pensaba que uno podía hablar con los animales—Si mis papás me pillan, me castigarán. Y contigo... no sé qué harán. No quieren mascotas.

El animal parecía bastante enojado. Sus plumas quedaron secas, pero extremadamente descolocadas. Hizo un movimiento que sugería que intentó sacudirse, pero le faltaron las fuerzas. Nicole cogió un jersey limpio de su armario, lo envolvió ignorando sus protestas y volvió a colocarlo bajo la cama. Salió un momento y regresó con una galleta de cereales. El animal, asustado, débil o quizá ofendido, no la aceptó.

 

—Papi, tú que sabes tanto, ¿sabes como se llama un pájaro rojo con un pico muy grande, como un gancho?

—¿Un loro rojo? —preguntó papá— ¿Has visto alguno, tesoro?

—Por la tele. También tiene otros colorines. Azul y amarillo creo.

—Ah, eso es un guacamayo —asintió papá.

—Guacamayo —repitió ella. ¡Qué palabra más larga!

—Sabes que no podemos tener animales, cariño —le recordó mamá.

—Especialmente un loro —añadió papá—. Son delicados, problemáticos... y hacen ruido.

Nicole se apresuró a terminarse la cena.

 

Cuando regresó, oyó el sonido de alguien royendo una galleta. Con una sonrisa, se asomó bajo la cama y vio que el guacamayo estaba comiendo. Pero... ¡qué guarro! ¡Dejaba migas por todos lados!

En cuanto la vio, gruñó otra vez.

—No, no, no, no hagas ruido —susurró, asustada—. Ya te dejo en paz. Me alegro de que estés comiendo. Escucha, tienes que quedarte aquí debajo, ¿vale? No hagas ruido y no te muevas. Descansa aquí y ya te marcharás cuando te sientas mejor, ¿de acuerdo?

—¡Tesoro, a lavarse los dientes!

—¡Voy, papi!

 

Nicole durmió bien, con el loro bajo su cama. A su modo de ver, la había entendido y se había portado bien por eso. Había hecho una caquita, pero como no tenía ningún otro sitio para hacerla, lo perdonó. A la mañana siguiente le trajo otra galleta, y una tacita llena de agua. Esta vez, se sostuvo torpemente sobre sus patas y se acercó a cogerla.

—Ay, qué bien. Seguro que mañana ya estás como nuevo —Nicole era demasiado joven para cuestionar que el pájaro se estuviera recuperando tan rápido—. Voy a la escuela. Tendrás que ser paciente y esperar a que vuelva. ¡Recuerda, no hagas ruido!

 

El loro desmenuzó la galleta, absorto en su desayuno. Al menos, eso parecía. Sus finos oídos captaban todo lo que sucedía en la casa. Oyó que Nicole se despedía y se iba, y que la madre se iba a trabajar. El padre seguía por ahí, pero estaba lejos. Se acabó la galleta, soltó otra caquita y salió de debajo de la cama. Usando el pico y las garras trepó por las cortinas y echó un vistazo a la ciudad. No reconocía ese paisaje. Todavía colgado, vio su reflejo en el espejo del armario. Muy pocos animales se reconocen cuando se ven en un espejo. Ese loro lo hizo. Tenía las plumas todavía hechas un desastre, así que regresó a la cama, donde un agradable rayo de sol tocaba la almohada, y se acicaló. Extendió un ala y la examinó bien. Con las plumas tan descolocadas, la niña no había notado los agujeros redondos. Se recortó las plumas dañadas y recolocó las sanas para suplir su ausencia. Se sentía lo bastante fuerte para volar, pero sabía que eso haría ruido. Y a pesar de que Nicole era muy inocente, había dado en el clavo con algo: el loro podía entenderla.

No a la perfección, pero sí lo suficiente para saber que nadie más en esa casa le daba la bienvenida.

Aún le dolía la garganta, pensó mientras iba cobrando un aspecto más respetable. Los humanos daban bastante miedo. No entendía como funcionaban, pero tenían esos palos brillantes que soltaban un trueno por el extremo y de repente te hacían mucho daño. Era consciente de que había tenido suerte.

“Suerte”. Un concepto incomprensible para un animal, y sin embargo él lo comprendía. Hasta entendía que había algo raro en él. Podía recordar los instantes de su vida en que su actividad cerebral era mucho más sencilla y limitada. Comida, juguetes, amigos, enemigos... todo en su mundo se reducía a esas cuatro categorías, más las cosas desconocidas, que a efectos prácticos eran enemigos hasta que se demostraba lo contrario. Pero algo había cambiado en esos últimos días. Tenía miedo. Su viejo yo habría dejado de preocuparse de los enemigos que ya no podía ver, pero su nuevo yo intuía que irían a por él.

Dobló el cuello para sacar algo de aceite de su glándula oleosa y se peinó. No tenía a donde ir, así que quizá fuera buena idea quedarse con la niña. Su instinto como animal situado bastante abajo en la cadena alimenticia le decía que debía esperar más tiempo para confiar en alguien, pero su recién descubierto intelecto le decía que no podía ser peligrosa. Había sido molesta, sí, pero lo había ayudado y alimentado. No veía tampoco esos palos de trueno por ningún sitio. Se preguntó si esos “padres” de los que hablaba eran sus captores también. Pero a ella la dejaban salir, si bien temporalmente.

Terminó. Tiró las plumas descartadas entre la pared y la cama para esconderlas y se miró en el espejo de nuevo. Por su cabecita pasó un pensamiento que, si se adaptara al lenguaje humano, sonaría algo así como “qué guapo soy”. Y ahora, ¿qué? No sabía cuanto tiempo iba a tardar la mocosa en regresar, y no pensaba quedarse quieto y muerto de aburrimiento. La puerta de la habitación estaba cerrada y no confiaba en poder abrirla sin hacer ruido, pero los humanos pueden ser muy predecibles. En una estantería elevada había un objeto brillante, metálico. Un trofeo, ganado por Nicole en gimnasia rítmica, aunque eso él ni lo sabía ni le importaba. Trepó hasta la copa, calculó las distancias, y le metió un empujón con el pico. Hizo un enorme estruendo. Se dejó caer sobre la mullida cama y se acurrucó contra el cojín. Esperó.

El padre entró y vio de inmediato el trofeo en el suelo. Cuando entró a ponerlo en su sitio, el loro se deslizó a su espalda y se dispuso a explorar la casa.

 

—¡Que me va a dar algo, nene!

Nicole volvió a casa a tiempo de escuchar una acalorada conversación telefónica entre sus padres.

—¿Como quieres que haya sido tu madre? ¡La niña ha estado todo el día en el colegio y...! ¡Ah, cariño! ¡No te muevas de mi lado! Sí, acaba de regresar. ¡No me voy a tranquilizar con ese bicho suelto!

Nicole hizo todo lo posible para que su expresión no la delatara. Esperó que sus padres terminaran de hablar para preguntar, toda inocencia:

—¿Pasa algo, mamá?

—Ay, chiquilla... ¡tenemos una rata en casa!

Nicole no tuvo que fingir sorpresa.

—¿Una rata? ¿Donde está? ¿Es muy grande?

—No la he visto, pero ¡mira eso! —su madre le señaló la mesa de la cocina, donde tenían un bol lleno de nueces. La supuesta rata había roto muchas y los cachitos de cáscara estaban esparcidos por toda la mesa y por el suelo de alrededor.

—¡Voy a buscarla! —anunció Nicole con entusiasmo e ignorando las protestas de su madre, temerosa de que fuera devorada por un roedor. Lo primero que hizo la niña fue mirar bajo su cama y, en efecto, el loro había desaparecido. Se puso a rebuscar por toda la casa y descubrió, entre otras cosas, un rollo de papel de váter destrozado, una planta ornamental mordisqueada y alguna que otra caquita. Entró en el salón, donde la abuela estaba mirando la tele.

Quizá fuera un poco exagerado decir que la estaba mirando. El aparato estaba encendido, y ella sentada enfrente, pero eso no significaba que la señora se enterara de qué iba la programación. Estaban echando una serie de comedia repleta de risas enlatadas.

—Hola, abuelita —la saludó Nicole, que como siempre no esperaba respuesta alguna. Revisó los rincones, tras los muebles (otra caquita), el techo... nada.

Oyó un chasquido. Se giró para mirar a la abuela, quien sonreía, ausente. Siempre estaba bien tapada con mantas para que no pasara frío. ¿Podía ser que...?

Otra vez el chasquido. Nicole se puso frente a la anciana y ahí, sobre su barriga, enterrado bajo varias capas de gruesa tela, pudo ver un pequeño ojito que la miraba. Se quedó quieta. Luego escuchó. Su madre seguía en la cocina. Abrió un cajón, sacó una manta, y la sustituyó por la de la abuela, la cual enrolló. Pudo oír un gruñido muy irritado desde las profundidades de la tela.

—Mami, me voy a encerrar en mi cuarto hasta que salga la rata, ¿vale? —dijo en voz alta, y corrió con la manta a su habitación. Cerró la puerta y liberó al loro, que se sacudió, molesto.

—¡Pajarito malo! —lo riñó— ¡Tenías que quedarte bajo la cama!

El loro defecó.

—Al menos tienes buen aspecto. ¿Qué hago ahora contigo? —le preguntó y esperó, como si fuera a responder. Dado que el pájaro podía entender la mayor parte de sus palabras, no le habría sido difícil hacerlo, pero no podía. La herida de su cuello había dañado la siringe, el órgano que usaba para, entre otras cosas, imitar el habla humana y la cicatrización no había sido perfecta.  Su única forma de comunicación eran sonidos más sencillos, como los gruñidos de los que estaba haciendo gala.

—Si te vas a portar mal tendré que echarte —le dijo Nicole, severa, pero incapaz de cumplir su amenaza. Dicho esto, al loro se le daba mal leer emociones humanas, así que se lo tomó en serio. Miró hacia la ventana que lo separaba de un mundo desconocido, frío y gris. Luego echó un vistazo debajo de la cama. Hubiera preferido algo más alto, de nuevo, lo de ser una presa en su entorno natural era algo que no se olvidaba fácilmente. Pero ahí estaba calentito, resguardado y alimentado. Aún gruñendo por lo bajo, caminó con torpeza por las baldosas y regresó a su escondite.

—¡Buen chico! Si quieres nueces ya te las traeré yo. ¡No robes más comida!

 

El día terminó sin más sustos. Aunque el padre de Nicole buscó por toda la casa (salvo el cuarto de la niña, que ella misma juraba haber registrado a conciencia), no encontró roedor alguno, pero pusieron algunas trampas por si acaso. Se fueron a dormir con mamá diciéndole que durmiera con la puerta cerrada, que no le mordiera los dedos. Nicole ofreció una galleta, una nuez y un cuenco de agua al loro, que los atacó con más glotonería que hambre. Tumbada en la cama, con un pie ya metido en el mundo de los sueños, se puso a pensar en un nombre...

 

 

—Tuvo que ser un error de etiquetaje, doctor.

—¿No se da cuenta de las consecuencias que podría tener esto?¡Olvídese del dinero! ¡No tenemos ni idea de cómo puede afectar el suero equivocado al animal equivocado! ¡Las jaulas no están acondicionadas para cualquier situación!

—¿Qué cree que puede pasar?

—Los animales a los que administramos el suero ATLAS están en fosos con paredes de hormigón armado y rodeados por vallas electrificadas. Dígamelo usted.

—¿Qué hacemos?

—Esto nos retrasará varios meses, quizá un año, pero es un riesgo que no podemos permitirnos. Hay que sacrificar a los sujetos que hayan recibido una dosis equivocada. A ver... sí, el Corvus Corax, el Amphioctopus marginatus y el Ara Macao. Prepare el pentobarbital y...

—¿Qué ha sido eso?

—¡Oh Dios mío!

—¡Guardias! ¡Guardias!

 

El loro se despertó con un gemido. Durante unos angustiosos segundos sintió como si los últimos disparos de su pesadilla ocurrieran en la habitación de Nicole. En el silencio y la oscuridad, se calmó pronto, y no se dio cuenta de que, en su apuro, sus garras habían rayado las baldosas. Un hombre, con un cuchillo de acero, habría tenido problemas para hacer lo mismo.

 

—¡Buenos días!

El loro parpadeó bajo la intensa luz de la bombilla. Nicole le puso una manzana verde al lado, y una caja de cereales vacía.

—¡Pórtate bien hoy! ¡Nos vemos más tarde!

El loro se comió la manzana, sin intención alguna de quedarse todo el día en esa habitación. Interpretó correctamente que la caja estaba ahí para ser usada como juguete, pero en diez minutos no sería más que trocitos. Por otro lado, no quería arriesgarse a otra incursión más allá del dormitorio que resultara en su expulsión, así que decidió hacer otra cosa. Ya había aprendido a abrir la ventana del cuarto.

 

Fuera, la ciudad era una masa gris y fría. Buscó el llamativo chubasquero de Nicole y la siguió volando. Las palomas y las gaviotas que se estaban desperezando en sus azoteas y que se cruzó en su camino se lo quedaban mirando, desorientadas por su exótico colorido. El loro se preguntó si de verdad era buena idea dejarse ver con tanta facilidad, pero la diversión del momento ahogó ese pensamiento. La ciudad era ruidosa como una tormenta, bulliciosa como un hormiguero. Las hileras de coches serpenteando por las calles, los peatones buscando su camino en la mañana húmeda, esa multitud de luces cambiantes. Le encantaba.

Sin demasiado cuidado, aterrizó en un balcón ya ocupado por un gato doméstico, que consideró una gran idea agazaparse, menear un poco el trasero y atacarlo por la espalda. Su ama lo encontró más tarde escondido en el cesto de la ropa sucia con un gran agujero en la oreja. Por su parte, el loro, de nuevo despeinado y un poco enfurruñado porque el gato se le había escapado, siguió camino. Trazó una curva alrededor de un edificio y ahí estaba la niña. Y no estaba sola.

Su cabecita se llenó del recuerdo de disparos de fusil. Se paró en una ventana en un cuarto piso y asomó lo suficiente para ver. Conocía ese sitio. Había logrado volar a duras penas por encima de esa calle hasta que el cansancio lo había vencido y había caído. Recordaba vagamente el olor de la basura. Ahora, dos hombres llevaban sendos pastores alemanes que olfateaban el contenedor con gran interés.

—Estuvo aquí. Bicho listo... debía saber que esta peste camuflaría su propio rastro.

Incluso a tanta distancia, distinguió esa plumita roja en los dedos enguantados.

—¿Qué hacemos? —preguntó el otro.

Entonces vieron a la niña. Si no hubiera sido por la forma en que los miraba ni siquiera se habrían molestado en preguntar.

—Eh, chiquilla. No habrás visto por aquí a un pajarraco rojo, ¿verdad?

Nicole intentó huir. Uno de los hombres gritó una orden que ella no entendió, pero los pastores alemanes de abalanzaron sobre la niña, que chilló al ser derribada y sujetada sin piedad.

—Solo ha sido una pregunta —dijo el hombre, que se acercó con rapidez para taparle la boca.

—No te la cargues —dijo severo el otro—. Nos dijeron que fuera todo muy discreto. Eh, mocosa. Si has visto al pájaro, dilo y te dejamos en paz.

Nicole lloraba, aterrorizada. El loro no entendía lo que eran las lágrimas, pero si había algo que podía reconocer en esta perra vida como presa era el miedo. No sabía lo que harían con la niña, pero estaba seguro de que no podría huir. Se acabó. Lo único que podía hacer era irse, alejarse todo lo posible de ese sitio. No le faltaría el sustento y los refugios en esa ciudad tan grande.

Nicole balbuceó algo que no alcanzó a oír. Algo pasaba en su cabecita, algo que no comprendía del todo. Las emociones animales son más sencillas que las de los humanos. Estaba habituado a sentir miedo. No estaba acostumbrado a sentir odio.

—Nos la tendríamos que llevar. Si alguien nos ve...

—Vamos al coche. Así podrás hablar con claridad, niñata.

Una teja se estrelló muy cerca de ellos. Los perros se pusieron a ladrar como locos. Ahí arriba, a unos tres pisos de altura, vieron la pequeña silueta roja. El loro aleteó y luego retrocedió para ocultarse

—¿Lo has visto? ¡Deja a la mocosa y vamos a por él!

—No, no, no, espera. Si la suelto, igual llama a la policía. Tenemos que cargarnos al pájaro antes de dejarla ir. Ve tú solo, yo la vigilo.

—Como quieras. Mejor esto que hacer de niñera.

Llevaba consigo una moderna ballesta de caza. Se llevó a los dos perros a un edificio colindante que tenía más altura. Si se daba prisa, podría apuntar desde la azotea o por una ventana. Subió las escaleras a toda velocidad, salió al exterior y corrió al parapeto. Buscó por el tejado vecino, listo para disparar. Era un tirador excelente. Si lo veía, estaba...

El loro lo atacó por detrás. Voló directo a su cabeza y se agarró a su cogote. Lo mordió con todas sus fuerzas en la oreja. El pico ya era poderoso de por sí, pero el suero ATLAS lo convertía en algo parecido a unas tenazas hidráulicas. El grito debió oírse en las poblaciones vecinas. Con el pico lleno de sangre, despegó antes que la mano libre del hombre lo pillara y voló hacia otro tejado más bajo. Dolorido y tomado por sorpresa, el hombre no tuvo tiempo de disparar. Justo pudo ver como se ocultaba tras la anguila del tejado. Se tocó la oreja. Su mano quedó empapada de sangre. Y ese tacto... tenía miedo de coger un espejo y ver el estropicio.

El loro silbó, provocador. Fuera de sí, el hombre saltó tras él, al tejado inclinado y resbaladizo. Se cargó varias tejas con el aterrizaje. Los perros quedaron atrás, ladrando sin parar. Escaló hacia la anguila con torpeza. Tuvo un pequeño resbalón. Con su equilibrio comprometido, el loro lo atacó de frente.

Su compañero oyó el grito. Acto seguido, vio como se estrellaba muy cerca de él. Nicole apenas se percató, porque casi había quedado inconsciente al no poder respirar.

—Pero... ¿qué ha...? —las palabras no le salían. Su compañero estaba muerto. Desde arriba, oyó un gemido lastimero. El loro voló con gran torpeza, con el ala rota, y desapareció por una esquina, perdiendo altura rápidamente. El consternado compañero cogió la ballesta, pero se había roto con la caída. Se sacó un cuchillo. Ese monstruito no iría lejos con el ala rota. Giró la esquina y vio las plumas de la cola asomando debajo otro contenedor de basura. Corrió hacia allí, las agarró, levantó el cuchillo, y...

Tuvo tiempo de sorprenderse. Las plumas habían sido arrancadas y colocadas deliberadamente. Una teja con mejor puntería que la anterior lo golpeó en la cabeza. El loro había fingido, y le había puesto una trampa. Al borde de la inconsciencia, fue atacado. Iba directo a por su cuello. A por layugular.

 

Nicole abrió los ojos. Vio muy de cerca el pico negro y limpio. Con un chillido de alegría se abrazó al pájaro, que gruñó muy enfadado, pero no la picó. Lo cogió y corrió directa al colegio, sin preocuparse por lo que pudieran decir sus profesores y más tarde sus padres. El loro decidió tener un poco de paciencia con ella, porque estaba agotado. El suero ATLAS nunca se diseñó para un animal de ese tamaño. Y había tenido que usar todas sus fuerzas en ese enfrentamiento.

Mientras yacía descansando en el abrigo, mientras los otros niños se amontonaban a su alrededor y los adultos llamaban por teléfono, se preguntó si estaba a salvo. Había más hombres en ese horrible lugar que había sido su cárcel. ¿Intentarían vengarse? ¿Eran esos desconocidos a su alrededor amigos o enemigos? Si trataban bien a Nicole, ¿lo tratarían bien a él?

No sabía lo que el futuro deparaba, y eso no le gustaba. Con lo contento que estaba cuando todavía era tonto... Aún estaba considerando la idea de huir. Pero era un animal gregario, y a día de hoy, esa niña era su única amiga, y no quería separarse de ella, aunque lo pusiera de los nervios.

Los ojitos se le cerraron. Oyó las voces.

—¿Y como se llama?

Nicole respondió.

—¡Chuli! ¡Se llama Chuli!

¿Chuli? ¿Como que Chuli? A pesar de que, como animal, Chuli no poseía sentido del ridículo, ese nombre le sonaba un poco ridículo. Cuando se despertara... ya le... eso... uf...

Y se durmió.

 

(ProyectoPMP) Capítulo 13, de como el pollo juega con arcos mientras el panda se desloma

  Bankiva inspiró. Saltó, llamó su arco en el aire. Expiró. Disparó dos flechas al mismo tiempo, en direcciones distintas. Alcanzaron la esp...