Estaba
lloviendo a cántaros. La pequeña Nicole chapoteaba en los charcos con sus
brillantes botas rojas impermeables, su chubasquero rosita y un paraguas con
una simpática ardilla amarilla. No entendía por qué a los mayores les
disgustaba tanto la lluvia. ¡Con lo divertida que era! Le encantaba pasar bajo
los canales desbordados y que los chorros cayeran sobre su paraguas, y correr
por la acera mojada para luego deslizarse por las piedras lisas y mojadas, e
incluso simplemente observar la gruesa cortina de agua que convertía la ciudad
en un juego de luces sobre un fondo gris. El sol estaba bien, pero alguna
tormenta de vez en cuando...
Olvidó lo que
estaba pensando cuando pasó al lado de un gran contenedor de basura. Siempre
pasaba por esa calle, de vuelta del colegio, y lo había visto docenas de veces,
en ocasiones vacío, en ocasiones lleno a rebosar... y ese día, tenía una cinta
roja colgando del borde, empapada por la lluvia y mecida por el viento. Se
acercó con curiosidad y arrugó la nariz por el olor. Mamá siempre le decía que
no se acercara, que estaba sucio, pero mamá no estaba ahí para regañarla. Al
principio pensó que quizá era parte de un juguete viejo, pero era tan bajita
que no podía ver por encima del borde del contenedor. La tocó y tiró
suavemente, esperando quizá que el juguete cayera por sí mismo, pero no fue el
caso, y no quiso tirar más fuerte por miedo a romperlo. Miró a un lado, luego
al otro, y después de asegurarse de que no hubiera nadie para chivarse, soltó
el paraguas y se agarró al borde. Las botas resbalaron en la plancha de metal
varias veces hasta que logró poner un pie. Se impulsó, se desequilibró y cayó
al interior sobre las bolsas de basura. Qué peste... se puso en pie sobre el
inestable montón y echó un vistazo ilusionado. Sus ojitos negros se entornaron
para acto seguido abrirse desmesuradamente.
—¡Oh, no!
¡No era un
juguete!¡La “cinta” era su colita! Era un pájaro bastante grande, con el rojo
como color predominante. Sus plumas estaban empapadas y despeinadas, y no se
movía. Sin asco o miedo alguno, Nicole lo tocó y trató de hacerlo reaccionar
con toquecitos en la cabeza. Temió que estuviera muerto, pero al agarrarlo
comprobó que estaba caliente. Buscó la piel bajo las plumas y la tocó hasta
encontrar un pulso. ¡Menos mal!
En ese
momento, Nicole no pensó qué hacía esa ave ahí, de donde había salido o como
había llegado. Lo primero que pensó era que tenía que hacer algo o se moriría
de frío. Lo cogió y saltó a la calle. Lo acunó en un brazo mientras sujetaba el
paraguas con el otro. La cabeza colgaba inerte, como si estuviera muerto.
Nicole llegó
a casa. Lo mejor habría sido llevar al animalito a un veterinario, pero no
tenía experiencia alguna en trato con animales. Sus padres no querían saber
nada de mascotas. Sabía que se arriesgaba a un castigo bien gordo, pero le daba
igual. En su cabecita se había instalado la idea de que solo ella podía
salvarlo, y lo haría aun a costa de no comer galletas con chocolate durante un
mes.
Se metió al
animal sucio y mojado bajo el jersey y tapó el bulto con su mochila. Mamá la
estaba esperando cuando llegó a la puerta de su piso.
—¿Dónde te
habías metido? Ya iba a llamar a tu padre para que pasara por el colegio. ¡Oh,
por Dios, estás empapada! ¡A la ducha ahora mismo!
—¡Voyyyy! —le
dejó a su madre el paraguas y el chubasquero, y con la excusa de dejar la
mochila en su cuarto, dejó el jersey con su inquilino bajo la cama.
—¡Volveré en
seguida! ¡No te mueras! -le susurró al bulto.
Mientras se
daba un baño de agua bien calentita, su madre le dijo apresuradamente.
—Cariño,
ahora que estás en casa aprovecharé para salir. Si hay algún problema con la
abuela, llámame en seguida, ¿vale?
—Síiii, mamá
—contestó Nicole en el tono de alguien que ha oído esas mismas palabras miles
de veces. La abuelita vivía con ellos, y la pobre apenas hablaba. Estarían las
dos solas en la casa. Era su oportunidad. Acabó de bañarse, se vistió y se
llevó el secador y una toalla al cuarto. Esperó a oír la puerta del piso al
cerrarse para enchufar el aparato. Sacó al pájaro de su escondite y se puso a
secarlo, pero notó enseguida que olía muy mal, así que cambió de idea. Lo llevó
a la bañera y lo limpió. Fue en ese momento que notó que estaba herido. Le
faltaban algunas plumas en el cuello, y en la garganta tenía una herida
bastante fea, aunque no sangraba.
Una vez
estuvo bien limpito, se puso a secarlo. Llevaba unos cinco minutos en ello
cuando el pájaro abrió un ojo vidrioso. Su enorme pico negro quiso picar el
secador, pero estaba tan débil que Nicole no tenía problema alguno en
dominarlo. Gruñó y gimió.
—¡No hagas
ruido! —le dijo Nicole, quien estaba en una edad en la que todavía pensaba que
uno podía hablar con los animales—Si mis papás me pillan, me castigarán. Y
contigo... no sé qué harán. No quieren mascotas.
El animal
parecía bastante enojado. Sus plumas quedaron secas, pero extremadamente
descolocadas. Hizo un movimiento que sugería que intentó sacudirse, pero le
faltaron las fuerzas. Nicole cogió un jersey limpio de su armario, lo envolvió
ignorando sus protestas y volvió a colocarlo bajo la cama. Salió un momento y regresó
con una galleta de cereales. El animal, asustado, débil o quizá ofendido, no la
aceptó.
—Papi, tú que
sabes tanto, ¿sabes como se llama un pájaro rojo con un pico muy grande, como
un gancho?
—¿Un loro
rojo? —preguntó papá— ¿Has visto alguno, tesoro?
—Por la tele.
También tiene otros colorines. Azul y amarillo creo.
—Ah, eso es
un guacamayo —asintió papá.
—Guacamayo
—repitió ella. ¡Qué palabra más larga!
—Sabes que no
podemos tener animales, cariño —le recordó mamá.
—Especialmente
un loro —añadió papá—. Son delicados, problemáticos... y hacen ruido.
Nicole se
apresuró a terminarse la cena.
Cuando
regresó, oyó el sonido de alguien royendo una galleta. Con una sonrisa, se
asomó bajo la cama y vio que el guacamayo estaba comiendo. Pero... ¡qué guarro!
¡Dejaba migas por todos lados!
En cuanto la
vio, gruñó otra vez.
—No, no, no,
no hagas ruido —susurró, asustada—. Ya te dejo en paz. Me alegro de que estés
comiendo. Escucha, tienes que quedarte aquí debajo, ¿vale? No hagas ruido y no
te muevas. Descansa aquí y ya te marcharás cuando te sientas mejor, ¿de
acuerdo?
—¡Tesoro, a
lavarse los dientes!
—¡Voy, papi!
Nicole durmió
bien, con el loro bajo su cama. A su modo de ver, la había entendido y se había
portado bien por eso. Había hecho una caquita, pero como no tenía ningún otro
sitio para hacerla, lo perdonó. A la mañana siguiente le trajo otra galleta, y
una tacita llena de agua. Esta vez, se sostuvo torpemente sobre sus patas y se
acercó a cogerla.
—Ay, qué
bien. Seguro que mañana ya estás como nuevo —Nicole era demasiado joven para
cuestionar que el pájaro se estuviera recuperando tan rápido—. Voy a la
escuela. Tendrás que ser paciente y esperar a que vuelva. ¡Recuerda, no hagas
ruido!
El loro
desmenuzó la galleta, absorto en su desayuno. Al menos, eso parecía. Sus finos
oídos captaban todo lo que sucedía en la casa. Oyó que Nicole se despedía y se
iba, y que la madre se iba a trabajar. El padre seguía por ahí, pero estaba
lejos. Se acabó la galleta, soltó otra caquita y salió de debajo de la cama.
Usando el pico y las garras trepó por las cortinas y echó un vistazo a la
ciudad. No reconocía ese paisaje. Todavía colgado, vio su reflejo en el espejo
del armario. Muy pocos animales se reconocen cuando se ven en un espejo. Ese
loro lo hizo. Tenía las plumas todavía hechas un desastre, así que regresó a la
cama, donde un agradable rayo de sol tocaba la almohada, y se acicaló. Extendió
un ala y la examinó bien. Con las plumas tan descolocadas, la niña no había
notado los agujeros redondos. Se recortó las plumas dañadas y recolocó las
sanas para suplir su ausencia. Se sentía lo bastante fuerte para volar, pero
sabía que eso haría ruido. Y a pesar de que Nicole era muy inocente, había dado
en el clavo con algo: el loro podía entenderla.
No a la
perfección, pero sí lo suficiente para saber que nadie más en esa casa le daba
la bienvenida.
Aún le dolía
la garganta, pensó mientras iba cobrando un aspecto más respetable. Los humanos
daban bastante miedo. No entendía como funcionaban, pero tenían esos palos
brillantes que soltaban un trueno por el extremo y de repente te hacían mucho
daño. Era consciente de que había tenido suerte.
“Suerte”. Un
concepto incomprensible para un animal, y sin embargo él lo comprendía. Hasta
entendía que había algo raro en él. Podía recordar los instantes de su vida en
que su actividad cerebral era mucho más sencilla y limitada. Comida, juguetes,
amigos, enemigos... todo en su mundo se reducía a esas cuatro categorías, más
las cosas desconocidas, que a efectos prácticos eran enemigos hasta que se
demostraba lo contrario. Pero algo había cambiado en esos últimos días. Tenía
miedo. Su viejo yo habría dejado de preocuparse de los enemigos que ya no podía
ver, pero su nuevo yo intuía que irían a por él.
Dobló el
cuello para sacar algo de aceite de su glándula oleosa y se peinó. No tenía a
donde ir, así que quizá fuera buena idea quedarse con la niña. Su instinto como
animal situado bastante abajo en la cadena alimenticia le decía que debía
esperar más tiempo para confiar en alguien, pero su recién descubierto
intelecto le decía que no podía ser peligrosa. Había sido molesta, sí, pero lo
había ayudado y alimentado. No veía tampoco esos palos de trueno por ningún
sitio. Se preguntó si esos “padres” de los que hablaba eran sus captores
también. Pero a ella la dejaban salir, si bien temporalmente.
Terminó. Tiró
las plumas descartadas entre la pared y la cama para esconderlas y se miró en
el espejo de nuevo. Por su cabecita pasó un pensamiento que, si se adaptara al
lenguaje humano, sonaría algo así como “qué guapo soy”. Y ahora, ¿qué? No sabía
cuanto tiempo iba a tardar la mocosa en regresar, y no pensaba quedarse quieto
y muerto de aburrimiento. La puerta de la habitación estaba cerrada y no
confiaba en poder abrirla sin hacer ruido, pero los humanos pueden ser muy
predecibles. En una estantería elevada había un objeto brillante, metálico. Un
trofeo, ganado por Nicole en gimnasia rítmica, aunque eso él ni lo sabía ni le
importaba. Trepó hasta la copa, calculó las distancias, y le metió un empujón
con el pico. Hizo un enorme estruendo. Se dejó caer sobre la mullida cama y se
acurrucó contra el cojín. Esperó.
El padre entró
y vio de inmediato el trofeo en el suelo. Cuando entró a ponerlo en su sitio,
el loro se deslizó a su espalda y se dispuso a explorar la casa.
—¡Que me va a
dar algo, nene!
Nicole volvió
a casa a tiempo de escuchar una acalorada conversación telefónica entre sus
padres.
—¿Como
quieres que haya sido tu madre? ¡La niña ha estado todo el día en el colegio
y...! ¡Ah, cariño! ¡No te muevas de mi lado! Sí, acaba de regresar. ¡No me voy
a tranquilizar con ese bicho suelto!
Nicole hizo
todo lo posible para que su expresión no la delatara. Esperó que sus padres
terminaran de hablar para preguntar, toda inocencia:
—¿Pasa algo,
mamá?
—Ay,
chiquilla... ¡tenemos una rata en casa!
Nicole no
tuvo que fingir sorpresa.
—¿Una rata?
¿Donde está? ¿Es muy grande?
—No la he
visto, pero ¡mira eso! —su madre le señaló la mesa de la cocina, donde tenían
un bol lleno de nueces. La supuesta rata había roto muchas y los cachitos de
cáscara estaban esparcidos por toda la mesa y por el suelo de alrededor.
—¡Voy a
buscarla! —anunció Nicole con entusiasmo e ignorando las protestas de su madre,
temerosa de que fuera devorada por un roedor. Lo primero que hizo la niña fue
mirar bajo su cama y, en efecto, el loro había desaparecido. Se puso a rebuscar
por toda la casa y descubrió, entre otras cosas, un rollo de papel de váter
destrozado, una planta ornamental mordisqueada y alguna que otra caquita. Entró
en el salón, donde la abuela estaba mirando la tele.
Quizá fuera
un poco exagerado decir que la estaba mirando. El aparato estaba encendido, y
ella sentada enfrente, pero eso no significaba que la señora se enterara de qué
iba la programación. Estaban echando una serie de comedia repleta de risas
enlatadas.
—Hola,
abuelita —la saludó Nicole, que como siempre no esperaba respuesta alguna.
Revisó los rincones, tras los muebles (otra caquita), el techo... nada.
Oyó un
chasquido. Se giró para mirar a la abuela, quien sonreía, ausente. Siempre
estaba bien tapada con mantas para que no pasara frío. ¿Podía ser que...?
Otra vez el
chasquido. Nicole se puso frente a la anciana y ahí, sobre su barriga,
enterrado bajo varias capas de gruesa tela, pudo ver un pequeño ojito que la
miraba. Se quedó quieta. Luego escuchó. Su madre seguía en la cocina. Abrió un
cajón, sacó una manta, y la sustituyó por la de la abuela, la cual enrolló.
Pudo oír un gruñido muy irritado desde las profundidades de la tela.
—Mami, me voy
a encerrar en mi cuarto hasta que salga la rata, ¿vale? —dijo en voz alta, y
corrió con la manta a su habitación. Cerró la puerta y liberó al loro, que se
sacudió, molesto.
—¡Pajarito
malo! —lo riñó— ¡Tenías que quedarte bajo la cama!
El loro
defecó.
—Al menos
tienes buen aspecto. ¿Qué hago ahora contigo? —le preguntó y esperó, como si
fuera a responder. Dado que el pájaro podía entender la mayor parte de sus
palabras, no le habría sido difícil hacerlo, pero no podía. La herida de su
cuello había dañado la siringe, el órgano que usaba para, entre otras cosas,
imitar el habla humana y la cicatrización no había sido perfecta. Su única forma de comunicación eran sonidos
más sencillos, como los gruñidos de los que estaba haciendo gala.
—Si te vas a
portar mal tendré que echarte —le dijo Nicole, severa, pero incapaz de cumplir
su amenaza. Dicho esto, al loro se le daba mal leer emociones humanas, así que
se lo tomó en serio. Miró hacia la ventana que lo separaba de un mundo
desconocido, frío y gris. Luego echó un vistazo debajo de la cama. Hubiera
preferido algo más alto, de nuevo, lo de ser una presa en su entorno natural
era algo que no se olvidaba fácilmente. Pero ahí estaba calentito, resguardado
y alimentado. Aún gruñendo por lo bajo, caminó con torpeza por las baldosas y
regresó a su escondite.
—¡Buen chico!
Si quieres nueces ya te las traeré yo. ¡No robes más comida!
El día
terminó sin más sustos. Aunque el padre de Nicole buscó por toda la casa (salvo
el cuarto de la niña, que ella misma juraba haber registrado a conciencia), no
encontró roedor alguno, pero pusieron algunas trampas por si acaso. Se fueron a
dormir con mamá diciéndole que durmiera con la puerta cerrada, que no le
mordiera los dedos. Nicole ofreció una galleta, una nuez y un cuenco de agua al
loro, que los atacó con más glotonería que hambre. Tumbada en la cama, con un
pie ya metido en el mundo de los sueños, se puso a pensar en un nombre...
—Tuvo que
ser un error de etiquetaje, doctor.
—¿No se da
cuenta de las consecuencias que podría tener esto?¡Olvídese del dinero! ¡No
tenemos ni idea de cómo puede afectar el suero equivocado al animal equivocado!
¡Las jaulas no están acondicionadas para cualquier situación!
—¿Qué cree
que puede pasar?
—Los
animales a los que administramos el suero ATLAS están en fosos con paredes de
hormigón armado y rodeados por vallas electrificadas. Dígamelo usted.
—¿Qué
hacemos?
—Esto nos
retrasará varios meses, quizá un año, pero es un riesgo que no podemos
permitirnos. Hay que sacrificar a los sujetos que hayan recibido una dosis
equivocada. A ver... sí, el Corvus Corax, el Amphioctopus marginatus y el Ara
Macao. Prepare el pentobarbital y...
—¿Qué ha
sido eso?
—¡Oh Dios
mío!
—¡Guardias!
¡Guardias!
El loro se
despertó con un gemido. Durante unos angustiosos segundos sintió como si los
últimos disparos de su pesadilla ocurrieran en la habitación de Nicole. En el
silencio y la oscuridad, se calmó pronto, y no se dio cuenta de que, en su
apuro, sus garras habían rayado las baldosas. Un hombre, con un cuchillo de
acero, habría tenido problemas para hacer lo mismo.
—¡Buenos
días!
El loro
parpadeó bajo la intensa luz de la bombilla. Nicole le puso una manzana verde
al lado, y una caja de cereales vacía.
—¡Pórtate
bien hoy! ¡Nos vemos más tarde!
El loro se
comió la manzana, sin intención alguna de quedarse todo el día en esa
habitación. Interpretó correctamente que la caja estaba ahí para ser usada como
juguete, pero en diez minutos no sería más que trocitos. Por otro lado, no
quería arriesgarse a otra incursión más allá del dormitorio que resultara en su
expulsión, así que decidió hacer otra cosa. Ya había aprendido a abrir la
ventana del cuarto.
Fuera, la
ciudad era una masa gris y fría. Buscó el llamativo chubasquero de Nicole y la
siguió volando. Las palomas y las gaviotas que se estaban desperezando en sus
azoteas y que se cruzó en su camino se lo quedaban mirando, desorientadas por
su exótico colorido. El loro se preguntó si de verdad era buena idea dejarse
ver con tanta facilidad, pero la diversión del momento ahogó ese pensamiento.
La ciudad era ruidosa como una tormenta, bulliciosa como un hormiguero. Las
hileras de coches serpenteando por las calles, los peatones buscando su camino
en la mañana húmeda, esa multitud de luces cambiantes. Le encantaba.
Sin demasiado
cuidado, aterrizó en un balcón ya ocupado por un gato doméstico, que consideró
una gran idea agazaparse, menear un poco el trasero y atacarlo por la espalda.
Su ama lo encontró más tarde escondido en el cesto de la ropa sucia con un gran
agujero en la oreja. Por su parte, el loro, de nuevo despeinado y un poco
enfurruñado porque el gato se le había escapado, siguió camino. Trazó una curva
alrededor de un edificio y ahí estaba la niña. Y no estaba sola.
Su cabecita
se llenó del recuerdo de disparos de fusil. Se paró en una ventana en un cuarto
piso y asomó lo suficiente para ver. Conocía ese sitio. Había logrado volar a
duras penas por encima de esa calle hasta que el cansancio lo había vencido y
había caído. Recordaba vagamente el olor de la basura. Ahora, dos hombres
llevaban sendos pastores alemanes que olfateaban el contenedor con gran
interés.
—Estuvo aquí.
Bicho listo... debía saber que esta peste camuflaría su propio rastro.
Incluso a
tanta distancia, distinguió esa plumita roja en los dedos enguantados.
—¿Qué
hacemos? —preguntó el otro.
Entonces
vieron a la niña. Si no hubiera sido por la forma en que los miraba ni siquiera
se habrían molestado en preguntar.
—Eh,
chiquilla. No habrás visto por aquí a un pajarraco rojo, ¿verdad?
Nicole
intentó huir. Uno de los hombres gritó una orden que ella no entendió, pero los
pastores alemanes de abalanzaron sobre la niña, que chilló al ser derribada y
sujetada sin piedad.
—Solo ha sido
una pregunta —dijo el hombre, que se acercó con rapidez para taparle la boca.
—No te la
cargues —dijo severo el otro—. Nos dijeron que fuera todo muy discreto. Eh,
mocosa. Si has visto al pájaro, dilo y te dejamos en paz.
Nicole
lloraba, aterrorizada. El loro no entendía lo que eran las lágrimas, pero si
había algo que podía reconocer en esta perra vida como presa era el miedo. No
sabía lo que harían con la niña, pero estaba seguro de que no podría huir. Se
acabó. Lo único que podía hacer era irse, alejarse todo lo posible de ese
sitio. No le faltaría el sustento y los refugios en esa ciudad tan grande.
Nicole
balbuceó algo que no alcanzó a oír. Algo pasaba en su cabecita, algo que no
comprendía del todo. Las emociones animales son más sencillas que las de los
humanos. Estaba habituado a sentir miedo. No estaba acostumbrado a sentir odio.
—Nos la
tendríamos que llevar. Si alguien nos ve...
—Vamos al
coche. Así podrás hablar con claridad, niñata.
Una teja se
estrelló muy cerca de ellos. Los perros se pusieron a ladrar como locos. Ahí
arriba, a unos tres pisos de altura, vieron la pequeña silueta roja. El loro
aleteó y luego retrocedió para ocultarse
—¿Lo has
visto? ¡Deja a la mocosa y vamos a por él!
—No, no, no,
espera. Si la suelto, igual llama a la policía. Tenemos que cargarnos al pájaro
antes de dejarla ir. Ve tú solo, yo la vigilo.
—Como
quieras. Mejor esto que hacer de niñera.
Llevaba
consigo una moderna ballesta de caza. Se llevó a los dos perros a un edificio
colindante que tenía más altura. Si se daba prisa, podría apuntar desde la
azotea o por una ventana. Subió las escaleras a toda velocidad, salió al
exterior y corrió al parapeto. Buscó por el tejado vecino, listo para disparar.
Era un tirador excelente. Si lo veía, estaba...
El loro lo
atacó por detrás. Voló directo a su cabeza y se agarró a su cogote. Lo mordió
con todas sus fuerzas en la oreja. El pico ya era poderoso de por sí, pero el
suero ATLAS lo convertía en algo parecido a unas tenazas hidráulicas. El grito
debió oírse en las poblaciones vecinas. Con el pico lleno de sangre, despegó
antes que la mano libre del hombre lo pillara y voló hacia otro tejado más
bajo. Dolorido y tomado por sorpresa, el hombre no tuvo tiempo de disparar.
Justo pudo ver como se ocultaba tras la anguila del tejado. Se tocó la oreja.
Su mano quedó empapada de sangre. Y ese tacto... tenía miedo de coger un espejo
y ver el estropicio.
El loro silbó,
provocador. Fuera de sí, el hombre saltó tras él, al tejado inclinado y
resbaladizo. Se cargó varias tejas con el aterrizaje. Los perros quedaron
atrás, ladrando sin parar. Escaló hacia la anguila con torpeza. Tuvo un pequeño
resbalón. Con su equilibrio comprometido, el loro lo atacó de frente.
Su compañero
oyó el grito. Acto seguido, vio como se estrellaba muy cerca de él. Nicole
apenas se percató, porque casi había quedado inconsciente al no poder respirar.
—Pero... ¿qué
ha...? —las palabras no le salían. Su compañero estaba muerto. Desde arriba,
oyó un gemido lastimero. El loro voló con gran torpeza, con el ala rota, y
desapareció por una esquina, perdiendo altura rápidamente. El consternado
compañero cogió la ballesta, pero se había roto con la caída. Se sacó un
cuchillo. Ese monstruito no iría lejos con el ala rota. Giró la esquina y vio
las plumas de la cola asomando debajo otro contenedor de basura. Corrió hacia
allí, las agarró, levantó el cuchillo, y...
Tuvo tiempo
de sorprenderse. Las plumas habían sido arrancadas y colocadas deliberadamente.
Una teja con mejor puntería que la anterior lo golpeó en la cabeza. El loro
había fingido, y le había puesto una trampa. Al borde de la inconsciencia, fue
atacado. Iba directo a por su cuello. A por layugular.
Nicole abrió
los ojos. Vio muy de cerca el pico negro y limpio. Con un chillido de alegría
se abrazó al pájaro, que gruñó muy enfadado, pero no la picó. Lo cogió y corrió
directa al colegio, sin preocuparse por lo que pudieran decir sus profesores y
más tarde sus padres. El loro decidió tener un poco de paciencia con ella,
porque estaba agotado. El suero ATLAS nunca se diseñó para un animal de ese
tamaño. Y había tenido que usar todas sus fuerzas en ese enfrentamiento.
Mientras
yacía descansando en el abrigo, mientras los otros niños se amontonaban a su
alrededor y los adultos llamaban por teléfono, se preguntó si estaba a salvo.
Había más hombres en ese horrible lugar que había sido su cárcel. ¿Intentarían
vengarse? ¿Eran esos desconocidos a su alrededor amigos o enemigos? Si trataban
bien a Nicole, ¿lo tratarían bien a él?
No sabía lo
que el futuro deparaba, y eso no le gustaba. Con lo contento que estaba cuando
todavía era tonto... Aún estaba considerando la idea de huir. Pero era un
animal gregario, y a día de hoy, esa niña era su única amiga, y no quería
separarse de ella, aunque lo pusiera de los nervios.
Los ojitos se
le cerraron. Oyó las voces.
—¿Y como se
llama?
Nicole
respondió.
—¡Chuli! ¡Se
llama Chuli!
¿Chuli? ¿Como
que Chuli? A pesar de que, como animal, Chuli no poseía sentido del ridículo,
ese nombre le sonaba un poco ridículo. Cuando se despertara... ya le... eso...
uf...
Y se durmió.