domingo, 23 de octubre de 2022

(Proyecto PMP) Cuarta entrega.

 

El mapache estaba muy mareado. Para empezar, no recordaba haberse metido en ese cubo. La noche anterior había sido bastante movidita, con mucho jamón y alcohol de por medio. Su pelaje apestaba a cerveza y ya le dolía la cabeza antes de que algo lo hubiera hecho volar por los aires.

Hablando de volar, un ave rechoncha pasó por encima de él y agarró un arco corto que había quedado tirado en el adoquinado. En ese momento no tenía la mente en condiciones de cuestionar como alguien sin manos podía manejar ese tipo de arma y además, tenía un oso de cien kilos demasiado cerca para su comodidad. El panda estaba huyendo de dos hombres, pero uno de ellos fue detenido en seco por una flecha directa al muslo.

—¡No los dejes escapar! —gritó el hombre herido tras tomar aire después de haber gritado bastante. El único que quedaba en pie persiguió a la curiosa pareja y los tres se acabaron por perder de vista. El mapache meneó la cabeza, tratando de que se disiparan las espesas nubes de su cerebro, achacando lo que estaba presenciando a alucinaciones producidas por el cansancio. A la pata coja, el bandido se acercó a sus compañeros noqueados, a los que logró reanimar usando una poción inhalada. A los pocos segundos, el callejón fue invadido por los gritos airados.

—Oh, mira, un pollo con dinero dentro, será un trabajo fácil...

—¡No soy yo el inútil que ha dejado que un pollo le disparara! ¿Cómo cojones lo ha hecho?

—¡Yo qué sé! ¡Y su amigo sabía hacer magia!

—¿En serio vais a llamar a los del gremio? ¡Se van a burlar de nosotros!

—¡No pienso dejar que ese par de mamones se escape! ¿Y esto qué es?

El mapache fue cogido con brusquedad por la cola y elevado en vilo. Chilló por el dolor y el miedo. Se retorció en el aire, impotente, su resaca disipada de pronto. El hombre que lo sujetaba blandió un puñal.

—Voy a sacar algo de esto, aunque solo sea una piel de tejón.

La hoja bajó directa a la barriga del mapache.



—¿Por qué seguimos corriendo? —jadeó el panda— Hace rato que lo hemos perdido de vista.

—Nos sigue —aseguró el gallo—. Debe conocer técnicas de rastreo. Y seamos francos, seguirte a ti es pan comido. Pierdes pelo como un condenado.

—Y tú pierdes plumas.

—¿Por qué no le lanzas otro hechizo como el de antes?

—¿No me estabas escuchando? Tienes que empezar tomando conciencia de tu maná para luego sincronizarlo con...

—Oh, por favor.

Llegaron a un mercadillo callejero, que a esas horas de la mañana estaba ocupado por una marea humana. Solo unos pocos repararon en el panda, pero curiosamente nadie pareció demasiado preocupado por su presencia. Si caminaba a cuatro patas, el oso podía perderse de vista con facilidad, y así lo hizo. Pero mientras él se abría paso como si caminara por la hierba alta, nadie respetaba el espacio personal del gallo, que se perdió tras una maraña de piernas.

Mientras tanto, el ladrón había llegado a la plaza del mercadillo, donde el rastro se confundía con los centenares de personas presentes. Encontrarlos por sí solo iba a ser imposible... pero ya no estaba solo. Algunos hombres y mujeres ya se habían posicionado en todas las calles que salían, y algunos estaban encaramados a los tejados.

—¿Pero de qué van? —murmuró el gallo, asustado y fastidiado. No entendía a qué venía esa enorme despliegue de fuerzas. ¿Qué se creían, que era la gallina de los huevos de oro? Buscó frenético y encontró un puesto donde vendían congéneres suyos, hacinados en jaulas diminutas. Podía tratar de camuflarse entre ellos y...

Un hombre apareció frente a él. Nada en su aspecto lo hacía destacar en la multitud, y aún así, el pájaro supo de inmediato que iba a por él. Ni palabras, ni sonrisitas, ni nada. En cuanto estuvieron frente a frente, se lanzó puñal en mano.


El panda oyó el “¡pocococ!” y los gritos de los transeúntes, cercanos a lo que solo podía definirse como una gran explosión de plumas. Antes de que pudiera decidir si era mejor acercarse o alejarse, otro hombre lo abordó. Sospechó de inmediato al ver que era el único que lo miraba mientras el resto de personas se distraían con las plumas.

Para entonces ya tenía otro hechizo preparado, pero si lo usaba, iba a mandar por los aires a todo el que estuviera cerca. Además, también había notado que los observaban desde los tejados.

Hizo un reajuste rápido a la fórmula del encantamiento. El matón iba a atacarlo con un martillo de herrero. Dejó que se acercara y liberó al viento, pero en el sentido opuesto a antes, y con mucha menos potencia. Una decena de personas acabaron tumbadas en el suelo, excepto por el del martillo, que fue enviado directo a los brazos abiertos del panda.

—¿Qué tal si nos tranquilizamos y resolvemos esto por las buenas?—preguntó, amistoso, y con el hombre bien apretado contra su pecho. Dejó de resistirse rápido cuando notó que el oso no cedía ante sus esfuerzos, y que le daba un apretón de advertencia. Podía partirle el cuello como si fuera un palillo.

—Yo ya estoy tranquilo —aseguró, mirando con aprensión tanto el morro en sus narices como los arqueros de los tejados. Mientras, el hechizo y la toma de un rehén habían puesto muy nerviosos a los espectadores, que echaron a correr en direcciones distintas, provocando una estampida humana.

—¡No se asusten, por favor! ¡Si vamos a hablarlo! —gritó el panda.

—¡Socorro! ¡Por favor!

Todos pensaron que se trataba de los gritos de auxilio de un civil histérico.

—¡Está loco!

Uno de los arqueros giró la cabeza a tiempo de reconocer a un compañero tirado en el suelo, arrastrándose, con la ropa ensangrentada y la cara machacada. Algo pequeño pero muy enfadado lo agarró por el tobillo y lo hizo chillar, pero el chillido murió cuando fue sacudido como una alfombra polvorienta. Era un animal peludo, gris y con una adorables manitas, una de ellas agarrando un cuerpo ahora inconsciente que debía pesar unas diez veces más que él. El arquero le disparó.

El mapache atrapó la flecha con los dientes. Unos ojos oscuros como el carbón e igual de ardientes lo taladraron. La represalia vino en forma de un cuerpo humano arrojado como un muñeco de trapo, que lo derribó del tejado. El animal se golpeó el pecho (no hizo apenas ruido) y gritó como un poseso. Al otro lado de la plaza, los otros tiradores ni se plantearon hacer un intento.

Uno de ellos notó algo extremadamente afilado en el cuello. Algo ligero estaba agarrado a su cogote.

—A la mínima, te meto el espolón hasta el esófago. ¿Ves a tu amigo, al otro lado del tejado? Le vas a disparar.

—No pienso hacerlo.

—Bueno, pues disgustado de conocerte —el espolón apretó.

—¡Vale, vale!

El arquero neutralizó a su amigo con un doloroso flechazo en el trasero. El traspiés lo hizo bajar a la calle por la vía rápida.

—Bien. Ahora... —el gallo se calló y lo soltó cuando vio que el mapache había mandado a volar en su dirección otro cuerpo, obtenido después de que otro ladrón se hubiera cruzado en su camino. Su rehén apenas tuvo tiempo de gritar cuando cayó a la calle del otro lado. El gallo, ahora solo, aterrizó sobre las tejas y se sacudió, molesto. Con lo que le había costado escabullirse hasta ahí... esa variante de la Bomba de Humo, la Bomba de Plumas de su propia invención, funcionaba muy bien, pero ya no podía usarla otra vez, a menos que consintiera quedarse completamente pelado ante el mundo. Por suerte, el mapache concentraba la atención de los bandidos que quedaban en pie, que no eran muchos. Solo uno en los tejados, y unos cuantos en el mercadillo. La mayoría de civiles había huido.

Miró a un lado. Había perdido el arco corto, pero ante sí tenía un arco largo, propiedad del tío que acababa de caer. Con una pata, agarró el asta. Con la otra, la cuerda. Con el pico, la única flecha que había disponible.

Abajo, el panda soltó también a su escudo humano porque el mapache se había arrojado contra ellos. Su pequeña y corta patita le asestó una patada en la mandíbula al mencionado escudo con tanta fuerza que lo derribó contra un montón de berenjenas que iban a hacer juego con su cara en escasos minutos. El animalito gritó, rabioso de sangre, los brazos extendidos hacia el cielo, pero antes siquiera de que los ecos murieran, se desplomó. Se había quedado dormido.

—¡Este lado está despejado! ¡Corre, culo gordo! —chilló el gallo.

El panda decidió agarrar al mapache por el pellejo del cuello con los dientes antes de huir. El tirador a su espalda tensó el arma.

El gallo se impulsó con las alas para mantener sus patas libres durante dos segundos. Con gran esfuerzo, tensó el arco y disparó al otro lado de la plaza. El arquero esquivó la flecha con un paso lateral, apuntó y soltó la suya propia. El panda había reunido suficiente maná para que el viento la desviara. Le rozó una de sus orejas antes de que siguiera su errático curso, en dirección a una de las callejuelas que salían del mercadillo.

El ruido fue leve, como una hoja al caer, pero se oyó en toda la plaza. La flecha había ensartado un sombrero ahora tirado en los adoquines. Su propietario se había quedado quieto, con ojos desorbitados. El panda frenó. El gallo defecó. El arquero y el resto de bandidos se quedaron congelados.

Los labios se abrieron y dejaron ver unos dientes apretados por la furia. Se separaron para gritar.

—¡Quieto todo el mundo! ¡Estáis detenidos!

Era un capitán de la guardia de la ciudad. Y estaba al mando de todo un escuadrón que incluía perros policía, atraídos por el escándalo.

Nadie obedeció la orden, y todos y cada uno de ellos se arrepintieron después. El gallo no logró llegar muy lejos antes de que fuera interceptado por un can con placa y todo.

—¡Estás detenido! ¡No te muevas!

—¡Pero qué me voy a mover, cabrón! —gritó el gallo, atrapado entre los colmillos y ensordecido por los potentes ladridos. El panda levantó las patas en señal de sumisión, pero aún así, cinco policías se le tiraron encima y lo derribaron con un placaje conjunto. Los bandidos fueron apresados también con eficacia y brutalidad.

Y así fue como los aventureros se conocieron, minutos antes de acabar en un calabozo.

1 comentario:

  1. Oh por favor, que grandiosa historia. Ojalá no acabe aquí🙏

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